No soy crítico de arte; tampoco especialista en arte contemporáneo. No pretendo por tanto invadir espacios ajenos. Sin embargo, esto no evita que me reconozca sensible a la belleza, me emocione ante ella, o reaccione presto a las mil sensaciones que provocan determinadas obras en quien se atreve a mirarlas desde la desnudez emocional, con el alma limpia de mácula y sin prejuicios, receptivo y propenso a dejarse fluir; todas ellas premisas fundamentales a la hora de enfrentar la creación artística, en cualquiera de sus modalidades. Cuando se conjugan tiene lugar el milagro, y la piel, el corazón, la sangre y hasta la cal de los huesos responden en forma de placer estético, de un cúmulo de pulsiones que sólo el ser humano puede sentir. Uno más de los privilegios que nos ha reservado la naturaleza, y que no siempre sabemos apreciar, por falta de recursos, educación, incluso predisposición. En cualquier caso, más allá de los críticos, que a veces ven donde no hay, o se ponen descaradamente al servicio de su propio ego, de los tejemanejes políticos o del maldito parné, es siempre el público el que acaba reaccionando en positivo o en negativo ante determinadas propuestas, y coloca a cada cual en su lugar de forma implacable. Justo lo que está ocurriendo con la exposición Islas al mediodía que desde hace algunas semanas ofrece la Sala Vimcorsa, convertida por la fuerza de los hechos en el éxito feliz de la temporada; en realidad, sabiendo quiénes la nutren, un ejercicio de la más pura y necesaria justicia poética.

Es bien conocido el carácter un tanto saturnal de esta ciudad, que devora sin piedad a sus hijos mientras no vienen refrendados de fuera, o se deja guiar, incauta, por unos pocos avisados y sin escrúpulos, capaces de controlar el cotarro de forma más o menos institucional durante décadas jugando a favorecer a unos pocos mientras excluyen al resto, con el argumento de la afinidad ideológica, la docilidad más o menos explícita, la posesión de la verdad, o la simple tiranía de los dineros. Esto lo saben bien por haberlo sufrido en sus carnes esos creadores que llevan tantos años dejándose el lomo en silencio, arrasando allende Despeñaperros, sin que aquí se les haya prestado nunca la menor atención, silenciados e ignorados bajo el peso del «cortijismo», la falta de escrúpulos y el pensamiento único. Por eso, Islas a mediodía, además de un derroche inaudito de elegancia, de diversidad y de arte, en su más amplia acepción, es la expresión material de una reivindicación de muchos años; un grito de libertad; un ejercicio de autoafirmación; una presentación con todas las de la ley por parte de sus autores a una sociedad que no ha podido sino rendirse a sus pies ante la evidencia de que, sin desmerecer a nadie, Córdoba -en la que apenas hay galerías ni salas de exposición-, cuenta muy probablemente en estos momentos con la generación de artistas más importantes de su historia. Basta acercarse a la sala Vimcorsa y dejarse llevar, prendido de los ijares, por el tumulto de sensaciones que con solo entrar en la primera sala despierta la obra expuesta; desde el colosal hombre alado de José Manuel Belmonte que da la bienvenida al visitante en el patio de la vieja Casa Carbonell, al inquietante Prometeo de José María Serrano que cierra un recorrido gobernado por la sorpresa, la fascinación y el más puro deleite; desde la mirada limpia y abierta al futuro de las niñas con trampa de María José Ruiz, o su turbadora y algo surrealista «Alejandro y Pol», pasando por los exuberantes paisajes urbanos de ciudades italianas en las que el agua juega un papel determinante, como Florencia, Roma y Venecia, de Francisco Escalera, a los retratos de Rafael Cervantes, que enfrenta las arrugas y el peso de la vida con respeto, sensibilidad y sabiduría realmente magistrales. Fíjense por favor en sus ojos.

Entre todos ellos encontrarán momentos para recrearse, incluso emocionarse, con la degustación de la obra de Francisco Arroyo, Manuel Castillero, José Luis Muñoz, Pepe Puntas y Francisco Vera; una escuadra de lujo, que en momentos en los que nuestra ciudad ha caído de nuevo en los abismos de la «no cultura», relegada al puesto número treinta de España, la pondrá otra vez en el escaparate y paseará su nombre con el orgullo derivado de saberse artistas y reconocidos. Orgullo que deberíamos compartir sin excepción todos los cordobeses, porque son hijos de la tierra. «Maestra de poetas, filósofa empedernida, guerrera, mojigata, artista, muy artista; música del aire, cantora del alba, bailaora bravía; antigua, moderna, discreta, atrevida, bruja...», escribí sobre Córdoba hace algún tiempo. Pues bien, Islas al mediodía viene a refrendar cada uno de mis calificativos añadiendo uno más de gran relevancia: contemporánea. De ahí mi felicitación y mi agradecimiento a comisario, organizadores y artistas. No se la pierdan.

* Catedrático de Arqueología de la UCO