Buena parte del empresario español -puede que del mundo entero y, en especial sus grandes ejecutivos- está más que irritado, histérico. De la noche a la mañana un virus canalla llevó a que los gobiernos cerraran sus negocios y empresas y enclaustraran a naciones enteras en sus casas porque las personas morían por centenares y no había otra manera de impedir el desborde de los hospitales, que empezaban a colapsar el sistema sanitario.

Aguantaron unas semanas, acaso un mes, pero de inmediato, visto que la pandemia no remitía y persistían los centenares de fallecidos y nuevos contagiados diarios, decidieron aparecer en tromba. Porque además, entre otros, un Trump, incluso desbordado por la muerte, animaba a sus ciudadanos a que se manifestaran frente a la sedes de los gobiernos estatales exigiendo la apertura de fábricas, tiendas y negocios. También el calidoscópico Johnson, aún torturado por el mal, insistía en parecidas posiciones. La Alemania, que venía controlando mejor la pandemia, les servía de ejemplo: se anticipó, gestionó bien el problema y ahora deja que la empresa vaya buscando una salida.

Así comienza el ataque desmesurado al gobierno al que responsabilizan de todo, empiezan a demonizarlo y pronto incluso a llamar a su asalto. La ultraderecha (y un PP en dudas) aparecen para responder desde el frente institucional y político al grito de ¡libertad, libertad, libertad! Comienza a cuajar el mensaje de tenemos un gobierno presidido por un piernas enterrador, que no tiene ni idea de lo que trae entre manos (citan con insistencia a Illa), solo favorece a los suyos y a los que le ayudan a la ruptura de España. Sin economía no hay vida, así que hay que invertir la prioridad: abramos las fábricas porque (la muerte) de ancianos no pueden impedirnos avanzar, manifiesta la patronal de Valladolid.

No quieren atender -o quizás es que no puedan porque no les quepa en la cabeza- a reflexiones tan claras y ponderadas como las del genetista y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Miguel Pita, cuando escribe en El País del pasado viernes que «el futuro de la transmisión está en gran parte en manos de nosotros, como si en un gran incendio cada árbol pudiese contribuir a evitar la propagación. Para tener éxito tenemos que tomar conciencia de que todavía no hemos conseguido nada en la lucha contra el SARS-Cov-2».

Difícil dilema. También para los que pudieran estar pensando en asaltar al gobierno. Piensan que el ejecutivo de coalición es el único que impide que la economía comience a tirar. Ni siquiera han reparado aún que en realidad todo saltó por los aires cuando el covid-19 entró en el mundo como un incendio arrasador y rompió la cadena de la bicicleta que mueve sus negocios en gran parte del mundo. La mayoría no eran casi nada, vivían al día, estaban entrampados, se movían solo por las expectativas de crecimiento y riqueza que les venían contando los mercados que no eran verdad, sino el resultado de logarítmicos dopados.

Así que aquí nadie pide cuando se comienza a poner orden en los enseres tras la riada -que aún no ha acabado- sino que le dejen poner en marcha lo suyo de inmediato, como si (lo suyo) pudiera ser ahora como lo fue tres meses antes. Se han desatado unas demandas y exigencias hasta cierto punto imposibles: los defensores de la autorregulación y el Estado mínimo, exigiendo respuestas económicas enormes a sus gobiernos y Bruselas. Y muy pronto será titular de portada las ayudas millonarias que se le concede a los desempleados en detrimento de las empresas; claro que no se destacará que estamos por debajo de la media comunitaria en ese menester.

Si, el covid-19, además de muerte, crisis y precariedad máxima, ha desnudado de nuevo al sistema económico imperante; la mayoría de las empresas y la práctica totalidad de los trabajadores tienen la misma fragilidad que las hojas en otoño. Si no se quiere entrar a operar en el corazón del mal, peor nos irá y las crisis se acortaran en el tiempo. Los problemas son globales y nos domina una huida hacia lo nacional, lo local y el terruño que, de triunfar, sería nuestro entierro. Cabe aquí recordar la inocencia del conejo que, al olfatear la presencia del hurón, huye corriendo a la madriguera para protegerse: precisamente el lugar donde con seguridad más pronto va a ser cazado.

* Periodista