El 19 de septiembre, un hombre fue detenido por planear asesinar a Pedro Sánchez. Era un tirador experto. En su casa tenía un arsenal y dosis suficientes de fanatismo para intentarlo. El hombre, un nostálgico franquista, no perdonaba al presidente socialista la intención de exhumar y sacar del Valle de los Caídos los restos del dictador.

El mismo 19 de septiembre, Albert Rivera arremetía contra Sánchez en Twitter: «Desprecia a los funcionarios del Estado y confía en quienes han dado un golpe de Estado». Una semana más tarde, reiteraría: «Señor Sánchez, ¿hasta cuándo seguirá atrincherado en la Moncloa gobernando España con los que quieren liquidar España?». Y el día siguiente: «El Gobierno de España legitima a los golpistas como socios».

Por entonces, Pablo Casado creía ver una insurgencia en Cataluña y acusaba a Sánchez de flojo. Ese 19 de septiembre, exigía: «Señor Sánchez, ponga orden, aplique el 155 el tiempo que haga falta». El líder del PP tardaría un mes en sumarse a la tesis de Rivera: «¿No se da cuenta de que es partícipe y responsable del golpe de Estado que se está perpetrando en España?». También el 19 de septiembre, la prensa escrita recogía la comparecencia de José María Aznar ante la comisión que investiga la presunta financiación ilegal del PP. El expresidente del Gobierno acusó a Gabriel Rufián de «golpista»; a Pablo Iglesias, de ser un «peligro para la democracia», y a EH-Bildu, de ser «parte de ETA». La mesura tampoco acompañó a Rufián, quien tachó a Aznar de «padrino del cártel»... Todo muy templado.

No se puede culpar a ningún líder democrático de la enajenación de un lobo solitario. Pero revisar ciertas declaraciones de esos días es desolador. En nuestras instituciones hemos colocado a incendiarios que se dedican a trivializar la política a la espera de sacar réditos de la crispación. Y los sacan. Elevar la temperatura social al convertir a los adversarios políticos en enemigos peligrosos es altamente irresponsable. El punto de ebullición de cada ciudadano es incontrolable.

* Escritora