El enfoque podría ser la superioridad moral de unos valores, de una cultura o de una religión. Es decir: mi mundo es superior al tuyo básicamente porque yo lo ocupo. Como sucede con el orgullo de barrio o comarcal, tan próximo al brinco independentista periférico, que puede ver su hecho diferencial nacionalista en una vaqueriza. Lo mío es lo mejor. Y no hacen falta argumentos, ni siquiera salir de casa y mirar un poco alrededor. No hay que comparar: para qué, si lo nuestro es lo máximo, aunque no conozcamos ni un reflejo del mundo. Si perpetuamos ese razonamiento -o su ausencia, más bien- en la medición de la realidad contemporánea, no estaremos lejos de la posición moral, en las cruzadas, de invasores e invadidos: una guerra cultural apoyada en vestigios, ornamentos de espíritu y arena cosidos a la piel de un territorio, para reconquistar la Tierra Santa. Entonces las mujeres no eran todavía los sujetos de derecho en el sentido en el que lo entendemos y lo reivindicamos hoy, en ninguna creencia, y la diferencia general era más de ánimo o de espíritu, de religiosidad de un dios por encima del resto, elevado a la luz.

Sin embargo, en 2019 las cosas son distintas porque tenemos derechos humanos en el horizonte de cualquier conflicto, aunque nos los saltemos en ocasiones, y también porque los derechos de la mujer y su respeto público están más que asumidos por nuestra sociedad, aunque se falle demasiadas veces. Más allá de las posiciones de matiz, con sus giros jurídicos, está la dignidad de la mujer no por el hecho de ser mujer, sino por el hecho de ser persona. Como lo que nos recordó Antonio Machado: que no hay mayor valor en cualquier hombre que el hecho de ser hombre. Se refería el poeta a la condición humana, no al sexo -hoy hay que aclararlo todo-, por lo que podríamos decir que no hay mayor valor en una mujer que el hecho de serlo. Tenemos dignidad porque existimos.

Somos personas, y por tanto sujetos de derecho, por encima de los protocolos. La Embajada de Irán en España difundió el lunes una nota sobre la polémica generada por la delegación iraní que visitó el Congreso, a cuya recepción Vox anunció que no asistiría porque el protocolo de Irán impide que los hombres puedan estrechar la mano a las mujeres y a las mujeres mirar a los ojos directamente a los hombres, salvo lejanamente. También se sumó Ciudadanos con la vicepresidenta de la comisión como representante institucional. En la carta de la embajada de Irán se alude a la «creencia en la superioridad de los valores occidentales en materia de derechos humanos en el mundo y la necesidad de imponerlos a otras culturas». No debería haber conflicto, dice, porque en todas las reuniones internacionales con Irán, incluso si versan sobre derechos humanos o derechos de la mujer, «las mujeres iraníes no dan la mano a los hombres». Es curioso que haya sido Vox, el partido demonizado por muchas feministas, el que se haya rebelado; pero recordemos que también es Vox el único partido que pide que no haya reinserción para los violadores. Y no he escuchado en la cuestión iraní ni a muchas feministas ni a feministos, que curiosamente serán los primeros en salir a la calle a vociferar por la mujer.

La cultura musulmana, a la que Córdoba debe tanto en su latido lírico, tiene valor en no pocas cuestiones: el hondo sentimiento de unión familiar, tan desdibujado aquí; el cuidado y la veneración de los ancianos, como encarnación de la familia, la memoria y el conocimiento, o la generosidad social: que nadie pase hambre a las puertas de casa. Por eso hay que buscar los posibles encuentros para el diálogo en lo que tenemos en común, aquello que puede ser materia de un enriquecimiento compartido. Especialmente pensando en la vida que nos viene, en la inmigración que siempre es fruto de una penuria o de un dolor de origen y en el terrorismo, que mata a mucha más gente en aquellos países, que lo padecen con durísima crueldad. Pero en el trato a la mujer, en muchos países musulmanes -como en Irán-, no estamos hablando de diferencias culturales como comer o no jamón ibérico o ayunar durante semanas, sino de maltrato sociológico e institucional a la mujer. Relativizarlo y llamarlo diferencia cultural, como se hace en cierta izquierda pánfila, es ratificar esa condena. Efectivamente, en lo relacionado con los derechos de las mujeres, son superiores los valores occidentales. Y son miles las mujeres que luchan en esos países en una guerra sorda, a menudo sangrienta, por su dignidad de vivir.

*Escritor