Invitar sería un gran placer si no fuera porque un invitado hace ciento y porque hay cientos de gorrones y aprovechados.

Hace unos días invité a unos amigos a tomar la copa del mediodía. La primera persona que llegó, de cuyo nombre no puedo acordarme porque no lo sé, se sentó a la cabecera de la mesa, pidió la carta de cervezas y, en seguida, la más cara de las extranjeras. Si el mundo estuviera bien hecho y cada cochino tuviera su San Martín, es decir si las personas decentes tuviéramos la facultad de desenmascarar a los desvergonzados, que siempre nos ganan por goleada, yo le habría dicho al sujeto que ni yo le había invitado a él ni yo había invitado a eso. Pero me callé, hice el mutis de los tontos y la cosa siguió. Y el sujeto no pidió en seguida la segunda porque a su lado se había sentado un prudente que lo disuadió, con un sencillo argumento: no es eso, mira lo que estamos bebiendo.

No, no es que el individuo se presentara sin ser invitado. Probablemente uno de mis amigos lo invitó en mi nombre excediéndose en celo y sin tener en cuenta ni mis propósitos ni mis nulas relaciones con el personaje. Pero seguro que el invitado no preguntó si yo celebraba algo, ni si se me iba a hacer un regalo, para contribuir.

Probablemente pensó que caída del cielo se le presentaba la oportunidad de pedir la cerveza que él no pedía nunca a costa de su cartera, por el precio caro de la misma.

Es verdad que en la vida sobran los malos, pero no es menos verdad que también sobran los caras duras y los aprovechados, que no son menos.

¿Imagináis cómo sería la vida sin los unos y sin los otros?

Un camino de rosas, en el que si yo te invito a una copa, tú no invitas a nadie más ni te tomas otra cosa que la copa que te propongo. Un camino de vino y rosas.

Siendo las cosas y las personas como son, cada día salimos a la calle como si a nuestra vida se hubiera puesto precio, dispuestos a saltar zancadillas a cada paso.

Es verdad que el amor propio, el instinto de conservación o defensa nos salvan, pero mejor sería no tener que ser salvados de ninguna amenaza callejera con tan solo cruzar el dintel de nuestra puerta hacia fuera.

Propaga que tienes problemas y que te acucian necesidades, y te quedarás más solo que la una. Propaga que te ha caído la lotería y te caerán encima, aparte de frailes y monjas, decenas de personas pidiendo ayuda, aunque nunca te la prestaran a ti.

Ya sé que ésta es la cara oscura de la luna y que hay gente de bien que lo hace por costumbre, si no sería para decir «apaga y vámonos» o «que paren el mundo que me bajo». Sí, la luna tiene otra cara, blanca y luminosa.

De ella deberemos ser habitantes.

Si me esfuerzo y me pongo las gafas del optimismo cada día antes de echarme a la calle, seguro que encontraré en ella a mucha buena gente, a personas que no están pendientes de las primeras marcas, ni de dar sablazos al primer inocente que se cruce en su camino, que están dispuestas con la mayor naturalidad del mundo a beber cerveza del grifo.

* Escritor, académico, jurista.