Cuántos libros habéis encontrado en la basura? ¿Habéis visto alguno flotando en el mar, o asomando en la arena de la playa junto a botellas de plástico, latas, pilas y colillas? ¿Cuándo os ha fallado la conexión de un libro en papel? Sinceramente, cuando, desde el lecho, me asomo a la fila de lomos con letras doradas de mi pequeña enciclopedia, retozo tranquilo, sabiendo que no me dejará tirado. Incluso aquellas definiciones más «trasnochadas» me ayudan a comparar, a identificar las constantes y vencer esa ignorancia de la moda que pretende instaurar descubrimientos o tragedias como propias de nuestros días, cuando son eternas. Porque, ¿habéis leído algún libro que cambie de opinión, que os dispare un anuncio de seguros, coches o alarmas entre cada párrafo, que os traicione queriendo decir algo para «enlazar» con otra información o juguete que no habéis pedido y desaparecer a las pocas horas? ¿Habéis visto algún libro que no dé la cara? Los libros no caducan. Te hablan de tú a tú, desde cualquier época, trasladándote a ese «ya» en la historia. Es precisamente en los libros más mayorcitos donde puedes recuperar conceptos censurados por el espíritu de la tonta época que nos toca vivir.

El peor obstáculo ante cualquier éxito es la impaciencia. Todo corre, se gasta, se tira, se actualiza y posiciona, sin decir nada ni llegar a ningún sitio, sin profundizar. La lectura de un libro proporciona entrenamiento a nuestra paciencia. Exige tiempo limpio, exclusivo, sin interferencias: algo casi imposible de encontrar en nuestros días gracias al empeño de los comerciantos y las gobernantas, bien expertos administrando necesidades ladronas de tiempo, neuronas y dinero. Te venden que «te vas a perder algo» si no «estás al día». Pero detrás de cada empujón solo hay una cosa: tu dinero, el mismo que pagaste, una sola vez, por ese libro que ya es tuyo, enterito y para siempre.

* Escritor