Entre el ruido y la furia, ha pasado ya un año de la muerte de Pablo García Baena. Todos tenemos que morir algún día y cada vez se hace más difícil gestionar esa mezcla de horizonte y certeza con una meditada lucidez. Lo raro es vivir, escribió Carmen Martín Gaite, y tenía razón. Lo extraño es amar y ser amado, o lo maravilloso. Yo recuerdo a Pablo García Baena como una mezcla de todo esto: horizonte y certeza, vida y milagro, razón y amor. Y desde luego lucidez: para con su poesía, para la vida, para la familia y los amigos, que él amaba y que le amaban. Insisto en su condición milagrosa, de azar alborotado con las luces más claras: que la muerte de alguien de 94 años te coja por sorpresa, que no te la esperes, que te sacuda, que te siga sacudiendo y deprimiendo un año después, que tengas que decirte, si lo piensas, que lo extraordinario ha sido recibir el don de su amistad, no deja de ser milagroso también. Porque esa lucidez que tenía Pablo con su propia obra y con la ajena, esa manera de respirar en lo que decía de los otros, en esa suavidad que sabía ser efectiva y hasta definitiva, pero que no olvidaba su condición humana, era también una forma de estar en el mundo. Una especie de pericia sensorial que le hacía percibir no sólo lo visible, para así dinamitarse en el poema hacia otras realidades visionarias, sensuales, tangibles y dulcísimas, pero también etéreas muchas veces, emocionales, puras. Quizá porque la vida nos ofrece mucha más prosa que poesía, cuando nos asomamos a su cima el destello provoca una explosión que dinamita esa vida. Eso ocurrió, sigue ocurriendo, con la poesía de Pablo: es un relámpago, una tormenta de lenguaje y de luz. En fin, todo esto son palabras que pueden interesar más o menos al lector, pero no olvidemos que detrás de una obra siempre se esconde un hombre. O no se esconde: mira, palpita, saca el pecho a la vida y le ofrece su canto. Pero si el poeta es verdadero, independientemente de su discurso estético --más o menos realista, esencial, visionario, culturalista, existencial, o una mezcla de todo y otras cosas-- lo que nos está ofreciendo es un viaje al interior de sí mismo, una fotografía de su desnudez de espíritu.

A medida que vas cumpliendo años los hachazos se van reproduciendo en la base del tronco. Nos ha pasado o nos pasará a todos, y vivir también es esto. En los últimos años de Pablo había una presencia siempre festiva de su familia, con los nombres de los niños brotando en su conversación con la misma frescura y naturalidad que la evocación de sus lecturas de Gabriel Miró, de Baroja o de Cernuda. Hacía ya mucho tiempo que no podía leer, pero sí que volvía a su mundo de lecturas. Aunque ahora se ha publicado Claroscuro, su entrega póstuma, su obra estaba ya hecha y cerrada. Pero pensemos en esa otra obra, milagrosa también, que el propio Pablo iba reescribiendo en su interior al releer mentalmente a Lope de Vega, a Vicente Aleixandre, a Juan Ramón. Imagino que los versos de los otros irían alcanzando otra textura, se irían contaminando prodigiosamente de sus propios versos, de su respiración en el recuerdo. Siempre que lo visitaba solíamos hablar de mi presente y del suyo, pero los nombres de los amigos perdidos eran ya legión, y eso pesaba. Sin embargo, su generosidad de amigo le hacía interesarse por ti siempre. No sé lo que pensaría ahora mismo si me pudiera ver, pero creo que sé lo que podría decirme: porque del mismo modo que él podía volver a sus lecturas sin necesidad de abrir un libro, y de alguna forma reescribía una latitud propia del recuerdo, también yo puedo oír de nuevo a Pablo, puedo escuchar su voz, lo que diría. Y me diría lo mismo que otras veces: vive, ama y vive. Y disfruta todo lo que puedas: porque en la voz de Pablo, en su poesía, en su conversación siempre festiva, amigable siempre, la vida y el amor eran motores de una combustión rápida para pisarle los talones al placer, los saberes y el gozo.

En el silencio último de Pablo debían de convivir otras conversaciones con sus amigos muertos: Ricardo Molina, siempre, Vicente Núñez, Julio Aumente, Rafael Pérez Estrada, Bernabé Fernández Canivell y muchos otros. Hablaba siempre con respeto de cualquier poeta, aunque tuviera sus opiniones y las expresara delicada y claramente. Verlo caminar por San Miguel era habitar el tiempo en otros pasos, era asomarse a aquella calle de Armas que ya solo existía en su poema. Hoy me acuerdo del hombre, el que desde hace un año nos ha dejado solos con nuestro silencio.

* Escritor