Si hay una parcela en la que la intransigencia resulta negativa, esa es la de la política democrática, pues esta consiste en alcanzar acuerdos con el diferente, a fin de obtener un mínimo común denominador de cara a conseguir mejoras en beneficio de todos los ciudadanos. Sin embargo, también es síntoma de salud democrática manifestar la intransigencia frente a todo aquello que no suponga reconocimiento de derechos o que sobrepase los límites del Estado de Derecho y las garantías de los ciudadanos. Aún no se ha logrado un acuerdo definitivo para la formación de gobierno, pero parece evidente que Pedro Sánchez tenía razón cuando en el debate electoral afirmó que Pablo Iglesias no apoyaría un gobierno del cual él no formara parte. A la vista del famoso abrazo, pienso, en retrospectiva, que aquella retirada de Iglesias para no ser un obstáculo fue pura apariencia, puesto que después no admitió la oferta de ministerios que ahora sí parece estar dispuesto a asumir. No obstante, si miramos la parte positiva, nos encontramos con dos fuerzas políticas que sí han mostrado su voluntad de transigir en sus planteamientos con el fin de dotar al país de estabilidad.

Los resultados de las pasadas elecciones de noviembre han configurado un parlamento en el que la ultraderecha ha adquirido una fuerza que le lleva a manifestar su intransigencia casi a diario, y lo peor es que contamina a otros partidos que se autodenominan constitucionalistas. Podemos recurrir a varias muestras de ello. Por ejemplo, la votación del Parlamento andaluz donde se rechazó al exhumación de los restos de Queipo de Llano de la basílica de la Macarena, o la decisión del Ayuntamiento de Madrid de retirar del cementerio de la Almudena de Madrid las placas con los nombres de los fusilados entre 1939 y 1945, es decir, no se trataba de víctimas de la guerra civil, sino de la dictadura posterior, algo de difícil justificación (un inciso de carácter personal: la semana pasada participé en la concentración de protesta contra esta medida en la plaza de Cibeles). En esa línea cabría situar la peregrina petición de un diputado de Vox en las Cortes valencianas, pues solicitó del gobierno de su comunidad una lista de los asaltos y profanaciones a iglesias y conventos en las tres provincias valencianas entre 1930 y 1940. Dicha petición ha sido retirada unos días después, pero esa segunda parte de la noticia ha quedado más oculta, resalta la primera, que entre otras cosas obligaría no solo a hacer un listado sino a darle al diputado peticionario una lección acerca del significado del anticlericalismo, una cuestión más compleja de lo que a simple vista pueda parecer. Y por último, en el plano local tenemos las decisiones que el Ayuntamiento de Córdoba quiere adoptar en relación con los nombres del callejero. Como ha escrito mi amigo y colega Antonio Barragán, «el alcalde de Córdoba se ha venido arriba», y las medidas que anuncia se van a llevar a cabo «con una falta de respeto a la verdad histórica, a la justicia y a la dignidad».

Frente a quienes manifiestan esa falta de respeto no cabe la transigencia, los ciudadanos debemos apoyar toda respuesta democrática a los que no entienden los fundamentos de una convivencia basada en el diálogo, en el acuerdo y en el respeto al diferente. Y aquellos que nos representan en las instituciones tienen la obligación de dar contestación, también democrática, a esas ideas intransigentes. Por ello entiendo correcta la posición de quienes no desean que Vox tenga representación en la Mesa del Congreso de los Diputados. Salvando las distancias, es algo parecido a lo que hizo Niceto Alcalá-Zamora en 1933, cuando se negó a encargar la formación de gobierno a Gil Robles, ganador de las elecciones, pero de cuyo compromiso de respeto a la Constitución dudaba.

* Historiador