Los que somos de la época del seiscientos -podríamos haber dicho también de la carta de ajuste- no sabíamos qué era eso de la intolerancia. O mejor sí lo sabíamos. A muchos, aunque infantes nos pilló la época de la intolerancia. Eran tiempos en los que ciertas actitudes, opiniones o ideas, sobre todo si eran políticas no se toleraban cuando no coincidían con las que correspondían al ideario oficial. Por tanto, los que vimos en algunos de nuestros padres los efectos de la intolerancia sabemos darle la justa interpretación a sus consecuencias. No solamente es la frustración la que anida en aquellos que no pueden expresarse, sino que como toda idea debe tener su reflejo en los hechos, la intolerancia produce un marasmo de realidades positivas fruto del debate fértil de la razón. En definitiva la intolerancia es la sinrazón. Quizá por ello, y por sufrir sus consecuencias los padres de nuestra actual democracia y todos aquellos que se involucraron positivamente en ella se pusieron una máxima sin la cual jamás de los jamases actuar o hablar: cero intolerancia. Eso hizo posible que tantos unos como otros signos sociales y políticos buscaran el punto en común, aquello tan manido pero tan fundamental como encontremos y centrémonos en los que nos une y no en lo que nos separa. Esto hizo posible la España constitucional y democrática. Pero los líderes que ahora lideran la mayoría de los partidos políticos no conocieron aquella intolerancia. Conocieron otra que los más viejos no conocimos: la intolerancia alimentaria o medicamentosa, y con esa asepsia y desdén actúan entre ellos. Rivera es intolerante a Sánchez; este a Rajoy; Iglesias es intolerante a Casado; este a su vez a Sánchez; todos los anteriores intolerantes a Vox; y los independentistas intolerantes a España. Así de simple. Tan simple que espantaría hasta a los que intentaban curar todas las enfermedades mentales con la lobotomía. Hay una intolerancia que nos enseña y otra que nos idiotiza.

* Mediador y coach