Arabia Saudí goza de un estatus especial en las relaciones internacionales. La monarquía wahabí es receptora de simpatías, complicidad e incluso pleitesía de infinidad de estados democráticos a pesar de su nulo respeto a los derechos humanos, al derecho internacional o incluso a las costumbres diplomáticas. Esto es así desde al menos la década de los años 50 del siglo pasado, cuando el entonces rey saudí se alió con el presidente Roosevelt y empezó a usar las reservas de petróleo como carta negociadora. Los saudís hicieron saber que veían con malos ojos el avance de asentamientos en tierra palestina pero que no entrarían en una guerra contra los aliados de sus aliados americanos y europeos. Mucho ha cambiado esa Europa desde entonces pero poco o nada su relación con Riad.

La Europa actual, que habla a través de la Unión Europea pero también de los jefes de Estado y Gobierno de cada uno de sus miembros, no alza la voz de forma contundente cuando se trata de los saudís. Como un niño travieso y mimado al que se le permite cualquier travesura, al régimen saudí se le perdona todo: puede aplicar la versión más estricta del islam, dictar pena de muerte a homosexuales, impedir que las mujeres conduzcan (solo pueden hacerlo desde hace pocos meses), perseguir la libertad de expresión y castigar la crítica con latigazos o incluso apoyar bombardeos contra población civil yemení durante años. Pocos discursos oficiales leerán condenando al régimen de forma dura y clara.

Ahora bien, el caso Khashoggi ha sorprendido incluso a quienes ya conocemos el trato especial que recibe el Estado saudí. Que un periodista crítico con el régimen desaparezca al entrar en una embajada en territorio ajeno es gravísimo. Es una clara línea roja en muchos aspectos y sorprende (sí, una sigue teniendo cierta inocencia naíf y esperando unos mínimos de los llamados estados democráticos) que la respuesta no haya sido más contundente.

Imaginen por un momento que un periodista crítico con el régimen de Maduro hubiese desaparecido en la embajada venezolana en Madrid. O que se perdiese el rastro de un intelectual argelino en su embajada en París. O que Assange desapareciese de forma sospechosa al presentarse en la embajada australiana en Berlín. La diplomacia europea habría puesto el grito en el cielo. Pero quien ha desaparecido es un ciudadano saudí y lo ha hecho en su consulado en Estambul así que Occidente si habla, lo hace apretando los labios. La desaparición y todas las sospechas que están aún por confirmar vulneran varios principios internacionales.

En primer lugar, perseguir o amenazar a un periodista crítico atenta contra las libertades de prensa y de expresión, inexistentes en el país saudí pero existentes en los sistemas de la mayoría de sus aliados. Segundo, torturar, raptar o asesinar a un ciudadano propio en una embajada en país ajeno, vulnera la cortesía diplomática, basada en la confianza mutua y en el respeto al derecho del lugar en cuestión y/o internacional. Tercero, no aceptar la investigación, entorpecerla, evitar aceptar responsabilidades y después acusar a los otros países de «histéricos» por su reacción ante el caso Khashoggi es una muestra clara del desdén con que siguen viendo los derechos y garantías básicos aplicados en otros países --y fíjense que Turquía no es ahora mismo un adalid de respeto de los derechos individuales y colectivos-- como algo occidental, ajeno y que pueden simplemente obviar.

No nos engañamos, hay muchos lugares en el mundo en los que se mata y persigue a la oposición o a los sectores críticos pero el principio de soberanía nacional y no injerencia hacen más fácil a los países democráticos obviar su existencia. También hay otros países aliados que tienen formas no democráticas de solucionar la disidencia. Normalmente, lo hacen en territorio propio, pero cuando no es así, se abre un conflicto diplomático entre ambos. Así ha sido con las sospechas británicas sobre el envenenamiento del exespía ruso Skripal en el Reino Unido, seguidas por la retirada de embajadores entre ambos países.

En cambio, mientras Ankara investiga lo ocurrido a Khashoggi, los gobiernos europeos parecen pedir cautela, no sea que se acuse a Riad en vano y perdamos más contratos multimillonarios. Mohamed bin Salman puede seguir tranquilo comportándose como el príncipe enfant terrible que parece. Sus colaboradores, los intocables que hacen el trabajo sucio por él, continuarán siendo personas inexistentes para la mayoría de países. Personajes que se mueven en la sombra y obedecen órdenes. Salman lo sabe y respira tranquilo. Si hace alguna barbaridad más, el talonario de Riad pagará.

* Profesora de la UB