Aun cuando existe cierta disparidad entre la comunidad científica, arqueológicamente parece claro que Roma, cuyos ejércitos eligieron enseguida Córdoba como lugar de invernada y cabeza de puente desde la que organizar la conquista del resto de Hispania -más allá de su indudable valor estratégico, buena parte de la plata necesaria para pagar a las tropas salía de nuestras minas-, habría decidido fundar en torno a mediados del siglo II a.C. una ciudad propia a las puertas de la Corduba turdetana, y eligió para ello una colina bien defendida de los envites del río, unos 750 metros al nordeste de aquélla. Los motivos por los que la nueva potencia emergente no se instaló sobre el viejo asentamiento del Parque Cruz Conde, como hizo en otros muchos lugares del sur peninsular, siguen siéndonos desconocidos. No parece que hubiera enfrentamientos directos, pero por alguna razón el sitio no debió responder a sus necesidades: tal vez la orografía y los numerosos cursos de agua lo impedían, o, simplemente, tras entender el enorme valor simbólico de la pronto promocionada a capital de la Hispania Ulterior, quiso crear una nueva urbe a su imagen y semejanza, que diera testimonio al mundo de su poder. Surgió así la Corduba republicana (la ciudad mantuvo el topónimo antiguo, de semántica discutida) en lo que hoy sigue siendo su centro urbano, más o menos desde Altos de Santa Ana a Ronda de los Tejares, fundada conforme al rito romano tras establecer con claridad los límites de su pomerium, después ocupado tradicionalmente por la muralla: una imponente mole construida a la manera itálica, que según los datos de que disponemos alcanzó en algunos sectores un espesor de diez metros, y habría estado dotada de foso en sus puntos más débiles. Dicha fortificación, convertida en emblema y escudo de la ciudad, permanecería incólume hasta las Guerras Civiles, cuando, según nos cuenta el Bellum Hispaniense, César asedia a Córdoba y la destruye parcialmente. Pasado el trauma, la ciudad, fiel ya a la nueva causa de Augusto, decide llegar hasta el río y para ello derriba su cerca meridional, posiblemente la más afectada por la guerra, y prolonga sus muros hasta cerrar en la puerta del puente. Surge así la planta definitiva de la urbe romana, luego convertida en medina por los musulmanes, y corazón de la misma hasta hoy.

No cabe, pues, dudar de la importancia que sus murallas han tenido para Córdoba a lo largo de la historia, a pesar de que sus puertas más emblemáticas cayeran víctimas de la piqueta por un sentido mal entendido del progreso a finales del siglo XIX, o la mayor parte de sus paños acabaran arruinados, después ocasionalmente reconstruidos con afanes historicistas como ocurre en el sector suroccidental, o sencillamente engullidos por el caserío, que encontró en ellos un elemento fantástico de apoyo, sujeción y nobleza. Así ocurrió en la calle San Fernando, donde ahora ha eclosionado un sector de la misma; hecho hasta cierto punto imprevisible que pone de nuevo sobre la mesa la fragilidad extraordinaria de nuestro patrimonio, su exigencia de cuidados permanentes y, sobre todo, la urgencia de un plan estratégico que aborde la urbe en su conjunto, como responsabilidad colectiva al margen de intereses políticos, y con criterios intemporales. Ha sido verdaderamente llamativo el desgarrarse de vestiduras al que hemos asistido en estas últimas semanas por parte de la prensa y otras fuerzas vivas cordobesas, justificado sin duda por el alcance del problema y los riesgos enormes que tal imprevisto ha entrañado, pero sorprendente cuando unos y otras mantienen desde hace décadas una actitud silente frente a las destrucciones a las que se ha visto y se ve sometido el legado histórico-arqueológico de nuestra maltratada ciudad.

Ni podemos permanecer ajenos al sacrificio irreversible de un acervo patrimonial del que somos todos responsables por ley, ni tampoco lanzar las campanas al vuelo cuatro días por que un hecho concreto ponga en evidencia nuestra desidia. Una ciudad como Córdoba, yacimiento arqueológico de tronío por más que les pese a los propios cordobeses, necesita investigación y conservación todo el año; y eso solo puede conseguirse desde un proyecto global bien planificado y financiado que atienda al proceso completo: desde la excavación a la publicación y divulgación de resultados, incluidas la conservación, la musealización y la integración estructural de los restos recuperados en su discurso patrimonial, que se verá así siempre incrementado. Es mucho, pues, lo que nos queda por hacer, y accidentes como éste deberían ser aprovechados por las administraciones responsables para, de forma conjunta, poner en marcha por fin un plan de choque efectivo. De lo contrario, Córdoba se seguirá desangrando, hasta que llegue un día en el que ni siquiera se reconozca a sí misma.

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba