La iconoclastia, la ingratitud histórica, esto es, el olvido o ataque contra las mujeres y hombres que contribuyeron en alta y decisiva medida a la forja del pasado, no es en manera alguna un fenómeno del presente. Las crónicas y relatos más antiguos de nuestra civilización clásico-judeo-cristiana ya nos hablan -y con recurrencia- de ello; y siempre hubo poderes y cronistas ávidos de satisfacer tan innoble instinto o pulsión atávica.

Según es bien sabido, la expresión más actual del hecho apuntado radica, en buen parte del llamado primer mundo, en la destrucción acezante y airada de estatuas y monumentos en honor o recuerdo de una porción muy considerable de personajes cimeros del ayer lejano y cercano -siglos XV-XX-, en otro tiempo enaltecidos por sus pueblos y, a menudo, por la humanidad entera. Es natural así que los grandes imperios, desde el español hasta el inglés, hayan sido y sigan siendo las dianas predilectas de las flechas dialécticas de los espíritus más enardecidos de esta cruzada, reclutados primordialmente en las universidades norteamericanas y en el muy amplio círculo doctrinal y mediático por ellas hegemonizado a uno y otro lado del Atlántico.

Colón y su hazaña descubridora centran hasta el momento la mayor y más selecta parte de sus afanes como figura y empresa que deben ser borrados con perentoriedad de la memoria de las gentes de buena voluntad e imbuidas de indeclinable talante justiciero. Bien mirada, dicha óptica tendría que ser aclamada sobre todo desde el propio solar que hizo posible el descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo y, algo más secundariamente pero en modo alguno de manera liviana, desde la misma Europa y su proyección más genuina Occidente. Hasta el Quinientos la contribución del Nuevo Continente a la cultura fue, en verdad, muy escasa, y así continuó siéndolo en los terrenos más cruciales y creativos de la civilización; sin que, por lo demás, tal andadura cambiase de modo sustancial y, ni siquiera en la mayor parte de las ocasiones, significativo hasta el más candente hodierno. Dejando para otra coyuntura el análisis siquiera epidérmico de la mencionada y trascendente cuestión, está hoy fuera de toda controversia en los talleres historiográficos más acreditados que la gran empresa americana desvió los principales vectores de la historia española al finalizar el otoño de la Edad Media de su principal y más connatural dirección. Muy recientemente, la luctuosa noticia del fallecimiento de uno de los hispanistas más conspicuos de la segunda mitad del novecientos, el francés de hondas raíces celtíberas Josep Perez, ha venido otra vez a recordarnos que la expansión norteafricana y la lucha contra el gigante turco, de indiscutible identidad aragonesa que un meseteño de pro como el cardenal Cisneros encarnó de forma indisputada y muy certera, constituían, por mil motivos, la empresa histórica de mayores y más genuinos horizontes para la primera nación europea en ‘creciente de Imperio’…

*Catedrático