Como cualquier catedrático de Derecho Constitucional sabe, en España existe la presunción de inocencia. Es más: es una de las piedras angulares de nuestro sistema penal. No se puede andar por ahí pregonando a los cuatro vientos de las pieles porosas que el derecho a la reinserción social del delincuente no debería contemplar ninguna excepción, ni siquiera en casos de especial salvajismo contra las personas, y saltarse después la presunción de inocencia a la torera, atándose los machos. Pero claro: si se trata de Cristina Cifuentes, de su máster y de la Universidad Rey Juan Carlos, que encima tiene nombre monárquico a las bravas, para qué vamos a concederle ni siquiera una cuarta parte de las garantías procesales que exigimos para cualquier mantero. Pero hay más: una tiparraca que es mujer, inmigrante y negra, confiesa haber asesinado a un niño con el que teníamos la televisión y la radio atragantadas, con un nudo de lazos pantanosos alrededor del cuello y la esperanza débil de que apareciera, y los santones de la moral pública aparecen para decirnos que lo estamos haciendo mal, que somos xenófobos y machistas, porque estamos condenando a una mujer inmigrante y negra. Poco importaba que hubiera reconocido su crimen, con lo que ella misma había quebrado su presunción de inocencia. Sin embargo, si muere un pobre mantero en una esquina de Lavapiés y se corre la voz --falsa, parece-- de que ha sido la Policía, es legítimo quemar contenedores y apedrear a los maderos, o partirles la jeta, porque el drama de la inmigración lo justifica. O sea: templanza y solidaridad para la asesina confesa de este niño, cuyo nombre no puedo ni escribir, pero condena inmediata en cuanto hay un tufillo de abuso policial. Así es nuestra coherencia. Cristina Cifuentes, como ciudadana, no tiene que demostrar su inocencia: son los que la acusan quienes deben probar su culpabilidad. Aunque eso sí: como representante pública que es, debe aclarar ya este lodo o dimitir.

* Escritor