Claro, ahora, con lo de Cataluña, que es mañana, tenemos que plantearnos el significado de muchos conceptos políticos. El de nacionalismo entre otros. Me remito a mi interior y veo el nacionalismo como si fuera la infancia, ese afán de los muchachos de pelearnos con el pueblo del al lado para dejar constancia de que el nuestro era el mejor en todo: en peleas, en fútbol, en mujeres y, también, en casas particulares y en monumentos comunes como la iglesia, las ermitas, el ayuntamiento y la plaza de toros. Cuando ya dejamos de ser chicos y la búsqueda de trabajo nos convirtió en adultos olvidamos aquellas peleas del nacionalismo infantil contra el otro pueblo y algunos hasta se casaron con las mozas que antes consideraban enemigas. Esto es una simpleza, pero si el ser humano se va curando de ciertas creencias equívocas con la edad ¿cómo es que persiste todavía en política ese concepto del nacionalismo cerrado en el que, como cuando éramos chicos, veíamos a los del pueblo de al lado como malvados que nos robaban nuestras novias, nuestros dineros y hasta nuestra lengua? Básicamente hay que descartar, por lógica evidencia ética, que ningún ser humano es menos que el otro por haber nacido en una geografía miserable como el Congo, Zimbabue, Níger o Afganistán y que ni siquiera reclama derechos ni protesta por no saber qué es eso del PIB (Producto Interior Bruto). A veces pienso que lo del nacionalismo es el pensamiento del partido --de dos o tres que se creen señalados--- a cuyos votantes ni se les ocurriría montar un cirio como el de ahora en Cataluña. Y más después de haber cerrado un capítulo reciente en la historia de España en el que ETA --las siglas de un nacionalismo que lideró el desvarío-- mataba a quienes no pensaban como ellos. Una realidad tan simple como cruel.

Usar el victimismo de manera clasista --los españoles, que son menos, me roban porque soy catalán que, evidentemente, soy más-- sólo tiene de bueno la vuelta a la infancia, a aquellos momentos en que jugábamos al fútbol calle contra calle porque no había perspectivas más allá de nuestra habitación, nuestra casa y nuestra calle. Cuando, sin saberlo, éramos auténticos nacionalistas. Lo único posible en aquel lejano tiempo.