Otra atrocidad terrorista en Europa, esta vez en Londres, pone de nuevo de manifiesto la vulnerabilidad de las sociedades europeas ante el terror. A falta de la confirmación oficial, el 'modus operandi' apunta hacia otro intento yihadista de acometer una masacre en suelo europeo. El atentado de Londres llega poco después de la (pen)última de Donald Trump, secundado por Theresa May: la prohibición de viajar con dispositivos electrónicos en vuelos directos desde unos cuantos países musulmanes.

Sea o no sea un atentado yihadista, nada tiene que ver lo sucedido en Westminster con esta decisión, y ahí radica su importancia: quienes adoptan medidas de este tipo afirman que sí, que la dicotomía seguridad y libertad es real, que a una idea se la combate con discriminación y racismo, que la mejor forma de que no haya en nuestras ciudades musulmanes que se suman a la 'yihad' como lobos solitarios es tratar a todos los musulmanes como terroristas potenciales hasta que demuestren lo contrario (o ni eso). ¿Y los Anders Breivik, Timothy McVeigh y Andreas Lubnitz de este mundo? No eran musulmanes, así que estaban desequilibrados, no hay motivo para prohibir a noruegos, alemanes y 'rednecks' subir a aviones con iPad. Si el autor del atentado de Londres no fuera musulmán, podríamos respirar tranquilos, la causa del terror sería individual y no colectiva. Una de las cosas que el mundo post-11-S le ha quitado a los musulmanes es su individualidad.

EL IPAD Y LOS MUROS

Ojalá fuera tan sencillo evitar atentados terroristas como el de Londres, la muerte intolerable e injustificable de inocentes: se les quita el iPad a los musulmanes, se les prohíbe conducir y así seguro que no atropellan a nadie. Ojalá fuera tan fácil, ojalá bastara con levantar muros, en las fronteras exteriores y en las interiores: muros que separen entre sí calles de Londres, alambradas entre las banlieue y el centro de París, concertinas en las empresas alrededor de las trabajadoras con 'hiyab'. Ojalá fuera tan fácil, bombardear algún desierto remoto en un Estado fallido, abrir uno, dos, tres, muchos Guantánamos, pisotear la carta de derechos humanos de la ONU, deportar a musulmanes. Dónde hay que firmar. Igualmente tiraríamos por la ventana los principios, venderíamos nuestra alma, sucumbiríamos al terror, nos convertiríamos (de nuevo) en aquello que juramos que no volvería a suceder, pero al menos estaríamos seguros.

EL TERROR SIN FIN

El problema es que no estamos más seguros. Es desolador este horror que no cesa, la muerte de inocentes, el terror sin fin. Visto con perspectiva desde el 11-S, la (pen)última de Trump (y May) es solo un eslabón más de la larga cadena que dice que el terrorismo yihadista no tiene más razón que el odio irracional de una parte del Islam a Occidente, por lo que para combatirlo solo caben el recurso a la fuerza, el culto a la seguridad, la cesión de principios, libertades y derechos, el rechazo al otro.

Y así seguimos, culpabilizando a los musulmanes por el hecho de serlo, cada vez más inseguros, con sangre en el desierto, en el mar, en el Sena y en el Támesis, dejándonos por el camino principios que creíamos inamovibles, cayendo derrotados por esta pinza que se retroalimenta, el yihadismo asesino por un lado, el resurgir ultra, populista y demagogo por el otro, y en el medio la democracia que agoniza. Y los inocentes que mueren. Los nuestros y los suyos. Aquí y allí. Y, mientras, los noruegos pueden seguir subiendo con iPad a los aviones.

Periodista