La sentencia del caso La Manada ha desatado un aluvión de críticas y de rechazo social por cuanto los cinco acusados de agredir sexual­mente a una chica madrileña en los Sanfermines del 2016 (entre los cuales se encontraban un militar y un guardia civil) no han sido condenados por la violación en grupo ni por un delito contra la intimidad sino por un delito continuado de abuso sexual, cuya figura legal rebaja consi­derablemente las penas demandadas por la Fiscalía y las acusaciones particulares. Los 25 años de prisión solicitados se han quedado en nue­ve, con el agravante de que uno de los tres magistrados ha emitido un voto particular en el que llegaba a proponerse la absolu­ción, porque solo ha observado «actos sexua­les en un ambiente de jolgorio y regocijo».

Visto el relato de los hechos probados, aun se hace más incomprensible una sen­tencia que se sustenta en la consideración de que en el ataque sexual no hubo «violen­cia o intimidación», tal como recoge el artí­culo 181 del Código Penal.

La indignación es lógica y pertinente, porque la sentencia be­be del ambiente que ya se creó durante el desarrollo del juicio, con demasiados puntos oscuros: una consi­deración excesiva para con los acusados; la admisión (y posterior retirada) del informe de un detective en relación a la vida privada de la víctima; el rechazo como prueba de los whatsapp insultantes de La Manada al día siguiente de la agresión; o la reiteración de la defensa en demostrar que la relación fue «consentida y placentera».

Es una noticia lamentable en la que vuel­ve a demostrarse, desgraciadamente, aque­lla denuncia de la escritora Virginie Despentes: «Siempre somos culpables de lo que nos han hecho». Se entiende que la mujer es res­ponsable «del deseo que suscita» y parece que se ponga en duda la verosimilitud de la denuncia, porque, en este caso, en un «total estado de shock», como declaró la víctima, «me sometí para que se acabara cuanto an­tes». En determinados momentos del juicio llegó a parecer que la denunciante era cul­pable, una indignidad que la sentencia no ha sabido reconocer con rotundidad.

No es de extrañar, por tanto, que al conocerse la sentencia se haya desatado una oleada de indignación en una sociedad que se pregunta cómo puede protegerse a las mujeres, especialmente a las más jóvenes, de este tipo de depredadores, cómo pueden las víctimas denunciar este tipo de agresiones si con ello se exponen a una humillación pública y a que su testimonio sea puesto en duda si no han sufrido daños físicos adicionales. Se ha perdido la oportunidad de hacer una peda­gogía activa en un caso tan mediático y he­mos retrocedido como sociedad. El despre­cio que suscitan las acciones de los culpables y el rechazo a una débil sentencia deben di­rigirse a no cejar en el empeño de la toleran­cia cero ante las violaciones y agresiones se­xuales. Sin descanso.