Faltaban un par de días para que acabara la reciente campaña electoral. Volvía de una reunión de trabajo en el centro cuando, de pronto, recibí una bofetada de realidad que me enfrentó a los sinsentidos incomprensibles de esta sociedad nuestra, tan absurda como errática: una manifestación de trabajadores que reclamaban mejoras laborales desembocaba en Ronda de Tejares sin que nadie les hiciera el menor caso más allá de los afectados por el atasco subsiguiente, mientras en el Bulevar un ejército de periodistas pertrechados de cámaras, trípodes y micros esperaban, expectantes, al político de turno que venía a dar un mitin. Comprendo perfectamente el interés general que puedan provocar sus propuestas, pero cuesta aceptar que se rinda tanta pleitesía a simples candidatos electorales; que se les conceda el carácter de divos, estrellas del rock o astros de la pantalla; que se busque con ahínco el morbo de sus declaraciones, de sus ataques al contrario, de titulares más o menos controvertidos con los que abrir al día siguiente; que se sigan con fruición sus andanzas y proclamas, cuando parece poco probable que alguien pueda llegar a cambiar el sentido de su voto tras asistir a uno de esos actos, en los que todo parece diseñado para alimentar la polémica y a los mass media; que muchos enloquezcan de placer ante su presencia, cuando se trata de simples servidores públicos, pagados desde sus arcas y alimentados de su propia despensa; que nadie se escandalice ni muestre rechazo ante el contraste entre su fingida cercanía, su prometer el paraíso en la tierra mientras dura la campaña electoral, y su soberbia e inaccesibilidad proverbiales cuando alcanzan el escaño soñado y el cielo de sus promesas acaba convertido con frecuencia en puro lodazal; que se les dibuje como seres investidos por algún dios menor, capaz de ortorgarles esa aura añadida de estrellas de la televisión; que nadie critique su habilidad para devorarse en público y amarse en privado. Es todo tan delirante, tan ilustrativo de estos tiempos de crispación e inconsciencia colectiva, de mitomanías y estrecheces mentales, de manipulaciones ideológicas e imperio de la mediocridad, de grandes hermanos y crisis educativas, de reivindicaciones laborales frente a dilapidación y corruptelas, de dudas sobre la independencia del poder judicial y broncas orquestadas, de ausencia de perspectivas y pobreza mental, de intoxicaciones y escupitajos metafóricos, de discursos añejos y odios renovados, que cuesta entender cómo no se va todo al garete cada día, cómo es posible que sigamos adelante sin que nos tiemblen las piernas, cómo no terminamos de asumir que es mejor vivir en paz que enfrentados, cómo nadie tiene la generosidad de potenciar lo que nos une frente a lo que pueda diferenciarnos y en el fondo enriquecernos...

Cuando Pompeya fue destruida por la erupción del Vesubio, en octubre --y no en agosto-- del año 79 d. C. según las últimas investigaciones, estaba en campaña electoral. Sus paredes nos han llegado preñadas de graffiti y pintadas a favor de uno u otro candidato; siempre hombres (en aquellos tiempos la mujer quedaba reservada para servicios religiosos, la casa o el lupanar, aunque no faltaron las que alcanzaron gran proyección social y fueron homenajeadas con inscripciones y estatuas), que aspiraban a las magistraturas municipales a cambio de un compromiso firme con la acción social y la munificencia, lo que por regla general implicaba de partida disponer de finanzas bien saneadas. Entonces como ahora hubo ladrones, chorizos y mangantes, desde lo más alto de la escala de poder hasta lo más bajo; pero a Roma no le tembló la mano en el castigo cuando se sobrepasaron ciertos límites. La democracia como tal arranca de Grecia, que legó al mundo las bases del sistema político más participado y conceptualmente ideal de entre los que ha sido capaz de idear el hombre. Un sistema en el que algunos ciudadanos se postulan o son elegidos entre sus iguales por el pueblo para desempeñar de manera temporal cargos en los que han de poner sus habilidades al servicio del bien colectivo y de la ciudadanía, no de sí mismos ni de sus partidos. Fueron sociedades que no dudaron en rendir honores a aquellos de sus gobernantes que destacaron a la hora de desplegar capacidades y ejemplaridad en el ejercicio de sus cargos, en un feedback admirable, alimentado por el sentido de la responsabilidad y la vocación de servicio público. Hoy, la desafección generalizada parece confirmar que, a juicio del pueblo, pocos de nuestros políticos en activo merecerían una estatua. El 40% largo de abstención en las últimas elecciones andaluzas, y que casi ninguno de ellos esté dispuesto a realizar el necesario, imprescindible y siempre higiénico ejercicio de reflexión y autocrítica, lo prueban.

* Catedrático de Arqueología de la UCO