Allá por el siglo II d.C., narraba Suetonio en Vidas de los doce Césares que Calígula quería tanto a su caballo llamado Incitatus, que imponía el silencio en la vecindad para que nadie turbase el descanso de aquel animal. Hizo construirle una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de perlas; le dio casa completa, con esclavos y muebles; y hasta tuvo intención de nombrarle cónsul de Bitinia. La reciente aprobación por parte de los grupos parlamentarios de PSOE, Podemos y Ciudadanos de la Ley 6/2018 de protección de los animales en la Comunidad Autónoma de La Rioja, rescata dislates animalistas que, como es de ver, ya se estilaban hace más de dos mil años (nada nuevo bajo el sol), echando por tierra los pseudo-postulados progresistas en los que dice inspirarse. Si bien el limitado ámbito geográfico de aplicación de la referida norma pudiera invitar al optimismo respecto a la escasa trascendencia de la ley, el hecho de que parlamentariamente sus impulsores cuenten con un amplio respaldo --así como la empírica constatación del efecto contagio que caracteriza gran parte de la insaciable iniciativa legislativa autonómica-- obliga a un sucinto análisis de los numerosos despropósitos que caracterizan los cerca de setenta artículos que conforman la ley.

Con múltiples y graves carencias sintácticas preludia la ley una exposición de motivos, de marcada inspiración antropomórfica, que «aspira a evitar el miedo, estrés y ansiedad de los animales procurándoles experimentar sentimientos como placer o felicidad» (sic). Tan prosopopéyica declaración de intenciones se desarrolla mediante una interminable sucesión de preceptos caracterizados por una absoluta inobservancia de las más elementales reglas de la técnica legislativa, aludiendo de modo sistemático a conceptos indeterminados, orillando la aplicación de principios elementales de nuestro ordenamiento jurídico, como los de seguridad jurídica, tipicidad, o presunción de inocencia, entre otros. Tras designar como animales de compañía a los perros, gatos y... ¡ hurones!, se obliga a los propietarios de los animales a suministrarles «bebidas equilibradas y saludables»; a sacarlos a pasear al menos dos veces al día; a realizar la autopsia de todos los animales; se prohíbe la venta de animales entre particulares; y se difiere al trámite reglamentario la determinación del tiempo exacto que perros, gatos y hurones pueden estar solos. Asímismo, se extiende de facto la aplicación de la legislación contra el tabaquismo a los animales, al poner veto a su presencia en lugares con humo «que puedan perjudicarles en su salud física o psíquica», prohibición que no deja de ser un trasunto de la dispuesta en la Alemania nazi por Adolf Hitler para procurar el bienestar de su perrita Blondi. Mayor preocupación, si cabe, merece la obligación de castración de todos los animales de compañía contenida en el artículo 11, y que, dada la mimetización con el entorno que caracteriza a los animalistas artífices de la norma, confío no se haga extensiva a los humanos.

Sabedor el legislador de que las normas se cumplen por convicción o por temor, instaura un represivo régimen sancionador que contempla, nada menos, que sesenta y dos conductas infractoras, y ello bajo la supervisión de un cuerpo de inspectores que, con mayores potestades incluso que los ya existentes de Hacienda, Trabajo, Sanidad, Comercio, Educación o Tráfico, podrán «acceder libremente y sin previa notificación a cualquier lugar» (art. 39) para velar por el cumplimiento de la ley, para lo cual (evocando a la Gestapo) podrán valerse de asociaciones protectoras de animales que participarán en las inspecciones y serán consideradas parte interesada en cualquier procedimiento sancionador. En la conmemoración del cuadragésimo aniversario de la aprobación de la Constitución Española, aterra pensar el desarrollo de una actuación inspectora --cuyas apreciaciones gozan de presunción de veracidad-- coliderada por quienes hace escasas semanas se concentraron a las puertas del Museo del Jamón en Madrid al inteligente grito de: «No es jamón, es cerdo muerto»; o quienes injurian y acosan a los asistentes a un espectáculo taurino; o los inductores de la criminalización de la caza y pesca en España; o quien se regocija ante la muerte de un niño de diez años cuyo mal fue querer ser torero (¡va por ti, Adrián!); o los defensores de la interacción social de las vacas mediante la liberación de su rol de meros elementos de producción (!); o...

Bastaría una mera apelación al sentido común para alejar cualquier temor respecto a la extensión a otras comunidades autónomas de la delirante zoolatría que subyace en la ley riojana, pero si ello no fuera suficiente, debe mantenerse firme el legislador frente a la presión del lobby animalista, so pena de quedar asimilados a la definición que se contiene en el apartado e) del artículo 5 de la tan citada ley: "animal asilvestrado, aquel que pierde las condiciones que lo hacen apto para la convivencia con las personas".

* Abogado