Recuerdo que aquel 22 de noviembre era viernes por la tarde cuando en el ancho recibidor de Stonier Hall, la residencia de estudiantes graduados, se produjo un estruendo de carreras y voces entre los estadounidenses. Yo estaba en mi habitación, junto al ascensor, muy cercano al teléfono que servía a nuestra zona. Mi compañero de habitación Neil Borman, de Nothingam, comenzó a quedarse pálido y silencioso. No comprendía muy bien las asustadas palabras de quienes se agolpaban alrededor de aquel teléfono, siempre solitario y en esos momentos sobredemandado. Ese viernes era un día nublado en New Brunswuick y la baja presión atmosférica dejaba aturdida nuestras cabezas. No quedaba nadie en el Campus de Rutgers University, salvo los estudiantes de Máster y Doctorado que no tenían familiares cercanos. Pronto supimos, a eso de las dos de la tarde, que en Dallas habían asesinado al presidente Kennedy. Nos reunimos en el lobby de la planta baja para acumular información. Todo cambiaba rápidamente dado el torbellino de noticias radiadas. Todo era convulsión en el solitario campus de modo que nuestro nuevo lugar de encuentro se fijó en la cafetería cercana a Stonier Hall. Curiosamente llegué a saber quiénes de aquellos doctorandos en ciencias y en letras eran republicanos o demócratas. Discutían entre ellos sobre la conveniencia y dificultad constitucional de que Lindo B. Johnson sustituyera al presidente asesinado desde la vicepresidencia.

Se han desvelado miles de documentos que no aclararán quienes fueron los diseñadores de tan grave magnicidio y lograron que Oswald fuese el ejecutor material del plan asesino. Al siguiente día la iglesia evangelista, sita dentro del Campus de Rutgers, estaba repleta de gente y también la iglesia de los jesuitas que se ubicaba fuera del mismo en la calle que hacia de frontera con la ciudad. Se rezaba piadosamente no sólo por Kennedy sino por los EEUU.

Jamás olvidaré la conmoción de la familia católica de los Ferrería, en cuyo hogar fui acogido durante mes y medio antes de pasar a vivir en la Universidad. Todo fue dolor y duelo, compartidos, y profundo silencio hasta que se abrió el Capitolio para dar el último adiós rodeando al féretro.

No hubo vacío de poder pues rápidamente el vicepresidente se hizo cargo del gobierno. Luego surgieron especulaciones, todavía vivas, sobre quienes fueron los actores de aquel magnicidio que no han dejado identificados en el informe Warren.

Yo estaba allí como becario de la Fundación Fulbright para hacer mis estudios de Máster en Economía Agraria. Han trascurrido 54 años desde aquel magnicidio y en mi mente retengo aquel dolor nacional y lo grisáceo y gélido de aquel día de noviembre en New Brunswuick, cuyas nubes bajas humedecían las viejas piedras del primer edificio universitario levantado en 1760. La imagen de vecinos arrodillados en la iglesia, contritos y pesarosos, ha quedado nítidamente impresa en mi memoria. Los torrentes de la Eternidad inundaban aquellos bancos. Recé para que viniera el tiempo en que los pájaros anidasen en los árboles del Campus y las abejas hicieran ruido en los márgenes del río Raritan que bordeaba mi residencia.

Se abrirán tres mil documentos, sellados como secretos bien abrochados, para que permanezcan mudos en el sepulcro de Arlington. Toda conjetura sobre aquel asesinato ha quedado solo murmurada pero amortiguada. No habrá rejilla por la que poder contemplar quién en verdad fue la mente asesina. La esperanza de saber será siempre actividad incesante al menos en mi corazón y en mi mente.H

* Catedrático Emérito Universidad de Córdoba