En diciembre de 1990 el FIS (Frente Islámico de Salvación) había ganado las elecciones municipales y Argelia era el ejemplo de un país seccionado y de cómo todos los medios para coserlo desde las cancillerías extranjeras eran un lastimoso pregonar en el desierto. En diciembre de 1991 el FIS volvió a ganar en la primera ronda de las elecciones legislativas y en enero de 1992 se habría de celebrar la segunda vuelta que, presumiblemente, le daría de nuevo la victoria. Esos días me encontraba con un colega en Argel, tras un periplo por el Tenezrouft que me llevó a Malí y Túnez. La vida en Argel discurría con normalidad: la policía vigilaba a las gentes aparentemente amodorradas en los cafetines pero con un ojo en la policía y otro en las musarañas. Al atardecer del 11 de enero salimos para Orán y a medianoche entraba en la otrora ciudad del imperio español cantando aquel romance del paisano Góngora: «Entre los sueltos caballos / de los vencidos Cenetes... / aquel español de Orán...» Iba yo agradecido a Norman Schwarzkopft por la paliza a Sadam Hussein en Kuwait, seguro de mí mismo, del poder de Occidente y de mi pasaporte con visado permanente de EEUU, cuando de pronto en la primera glorieta se nos hizo presente un tanque, como un animal diluviano al acecho de su presa. Y, luego, otro asomaba el cañón por una esquina, como la succionadora trompa de un insecto gigante. Y había tanquetas por doquier y soldados que nos miraban pasar sin moverse: parecían de plomo, sin alma... Acaricié la idea de que pudiera ser un golpe de Estado y que los franceses y los americanos estarían detrás y el resto del mundo occidental aplaudiría.

No me equivoqué y, tras dormir relajadamente en un hotel de garantizada seguridad por un retén de soldados, a la mañana siguiente me atreví a entrar en una de las sedes del FIS, que vociferaban por los altavoces consignas y quejas ininteligibles, y adquirir una pegatina del movimiento islamista por una mísera dádiva. Sería un recuerdo. Acto seguido me senté en un cafetín a ojear los periódicos. Alger Republicain titulaba en la primera página: «La republique n’a pas cedé» y Le matin anunciaba: «Chadli s’en va». Chadli Bendjedid era el presiente y fue destituido. Poco después tomó el poder Buteflika y hasta hoy. Pero en 2003 volví a Argel y la entrada a los hoteles estaba protegida por soldados parapetados tras sacos terreros y media ciudad controlada por los islamistas y no había taxista que se atreviera a llevarte a aquel avispero.

La república no cedió, se mantiene tras 200.000 muertos y ahora la gente en las calles demanda la dimisión de Buteflika, que ha aceptado no presentarse a su quinta reelección por las protestas, pero pretende controlar la transición y el sistema de poder. Según se lee en el diario francés Liberation «Buteflika convirtió la república en una especie de monarquía donde los asuntos de Estado parecen asuntos de familia» . Mal asunto cuando el precio del petróleo se ha desplomado en un 50% y los argelinos no creen que «la familia» pueda gestionar la crisis. ¿Qué pasará? Los hidrocarburos argelinos son vitales para ellos y de gran importancia geoestratégica para la Unión Europea. Y si los islamistas no están detrás de las manifestaciones, como asusta la camarilla corrupta de Buteflika, pueden estar agazapados. Las cancillerías arden de inquietud. Por otras razones, geopolíticas, el caso me recuerda el intento del presidente egipcio Hosni Mubarak de sucederse en su hijo y dio paso a la dictadura de Al--Sisi, y mi experiencia en Orán.

* Comentarista político