Vivimos en un mundo complejo. Muy complejo, diría yo, y creo que todos, más o menos, estaréis de acuerdo conmigo. Un mundo, una sociedad o sociedades difíciles de interpretar; culturas muy diversas y diversificadas, excesivamente cambiantes y por ello con poca capacidad por nuestra parte de adaptarnos a las profundas transformaciones que sufrimos, y empleo este verbo muy intencionadamente. De la comprensión ya no digo nada porque encima la filosofía e incluso la teología han justificado la comprensión tardía de la Realidad defendiendo como normal el hecho de que entendamos lo que pasa muchos años después de que pase. La pregunta cae por su propio peso. ¿Para qué sirve comprender algo que ya no existe, que no sea, claro, para imitarlo o para desecharlo? Creedme: ni hemos conseguido lo uno ni mucho menos lo otro. Sea como fuere, el mundo siempre se nos escapa de las manos y, en el fondo, nos sentimos bastante inseguros cuando nos tenemos que enfrentar a él. Ante esta situación, y no escribo ahora sobre algo que recién haya ocurrido, el individualismo más radical ha cobrado un protagonismo que muy probablemente sea el mayor que hasta el momento hemos presenciado dentro de este fenómeno que conocemos como Historia de la humanidad. En la sociedad del espectáculo, que predijo y con razón Guy Debord allá por los finales de los años sesenta del siglo pasado, sólo ha sobrevivido y no en muy buenas condiciones el yo de cada cual y en sus manifestaciones más externas y exaltadas, sobre todo, y en estos tiempos que corren, a través de ese otro mundo que hemos inventado (no sé con qué argumentos argüirán ahora los detractores de Platón, o los detractores de cualquier otro sistema vital que no sea éste) que ha permitido incluso separar el yo-físico del yo-espectáculo. Así lo llamaré. Hoy lo importante es la exaltación de ese yo-espectáculo, el yoísmo, o si quieren el solipsismo si no fuera porque el yo-espectáculo necesita ser reconocido, no por su yo físico o real (eso es lo de menos) sino por el yo-espectáculo de otros. Necesito, para que nos entendamos, los likes de los otros, aunque ni siquiera sepa quién o quiénes son. Son solo likes. A cambio, pago el precio de otorgar un like al otro, como digo, sepa o no quién es, me importe más o menos o me importe un rábano. Parece a simple vista nuestra única salida: la exaltación suprema del yo sin entidad real. Por eso, en ese mundo inventado y espectacular no hay pudor alguno, ni hay intimidad, ni hay privacidad (por eso los departamentos de recursos humanos de las empresas lo utilizan para construir el curriculum oculto del candidato). Todo, absolutamente todo, es espectáculo.

Frente a la exaltación del yo, os propongo otra forma de comprender la existencia. No es nueva, tranquilas y tranquilos quienes ya están «al salto». Lo que sí es nuevo es la forma de llamarla. Aquí sí que os dejo terreno para arremeter. La llamo «Inaltación» del yo. Aún me queda mucho por investigar y experimentar sobre ello y por supuesto os invito a que lo hagáis también pero os puedo dejar algunas pistas. Se trata fundamentalmente de que el yo no crezca hacia afuera sino hacia adentro. En contra de lo que puedas imaginar no obtendrás aislamiento como resultado sino encuentro. Tampoco existirá división ni separación ni contradicción entre tu yo-real y tu yo-inaltado. Esta fenomenología del profundo es esencialmente unitiva. Deja a un lado cuestiones como el tener, el consumir y el usar (sobre todo el ab-usar) para poner el centro de interés más en el hacer y con posterioridad (aún no he llegado) en el Ser. Eso sí, experimentarás que progresivamente hay mucho más espacio para el silencio como lenguaje del yo-Inaltado que para la palabra del yo-exaltado que carece de identidad.H

* Profesor de Filosofía