Pienso que al final somos únicamente retazos pequeños de la Historia. Diminutos compartimentos de vidas, que en una época determinada se entrelazaron con otras existencias, donde navegaron en el océano de la vida, con sentimientos de amor, odio, envidias irreconciliables, generosidades silenciosas, etc. En definitiva, relámpagos fugaces en el devenir incesante del Universo y de sus fuerzas telúricas y ocultas, cuando la muerte, como última etapa de este viaje, nos lanza o empuja al vacío de lo desconocido, sin respeto o consideración alguna, para que no olvidemos que somos prisioneros del tiempo y de su naturaleza finita.

He gozado de la tremenda suerte de convivir determinados instantes de mi existencia con personas que han sido grandes en el amplio sentido de la palabra, y que me han apreciado con la misma intensidad que yo a ellas. Seres entrañables, que regalaron su vida para y por los demás, dejando tras de sí una huella insondable, sobresaliendo de los demás, con su clarividente intelectualidad y cultura. Por lo que dejaron tras de sí, surcos fructíferos en la tierra labrada de la fantasía, y frutas maduras y dulces de su árbol de la ciencia. Aquellas personas que fueron y ya no son. Deben de tener, no solo el recuerdo de sus vecinos, sino también el reconocimiento a su obra de vida de forma permanente. Las ciudades que no enaltecen a sus hijos distinguidos al final son ciudades sin alma, y sin historia.

Recientemente se nos ha marchado nuestra querida Lola Peña, y el barrio de Capuchinos se ha quedado aún más huérfano desde que el amado Fray Ricardo de Córdoba también se fuera en silencio, de la misma forma que el apreciado académico historiador Enrique Aguilar, o que el admirado Pablo García Baena también nos abandonara en silencio, tal como había sido el espíritu de su vida, dejando todos ellos una obra enorme, de poemas entrañables, pinturas, estudios, una Semana Santa nueva y magnífica, que engalanaron sus vidas. Desde esta tribuna local, deseo rendirles homenaje, así como a tantos cordobeses de nacimiento o adopción que, con su esfuerzo diario, han engrandecido este pequeño patio de vecinos que es la Córdoba milenaria. Porque de ellos aprendimos a ser mejores, más generosos, gracias a su ejemplo diario de entrega a los demás. Que nos regalaron, y a manos llenas, su tiempo, cuando la cultura paseaba en coches de caballos por nuestras calles, plazas, peñas, liceos, teatros. Ahora con demasiadas horas de silencio y tristeza en las miradas de sus habitantes. Cuando la esperanza, la ilusión y la fantasía, de la mano de ellos y otros muchos, hacían que los días fueran más azules, cálidos, entrañables... Es obligado recordar a aquellas personas que fueron importantes en nuestras vidas personal y colectivamente, y que nos amaron. Lola, Ricardo, Enrique, Pablo, presentes siempre, también deben de ser reconocidos expresamente por quienes gobiernan esta ciudad. Con las publicaciones o exposiciones de sus obras desde los poderes públicos. Y también que Lola y Enrique sean parte integrante del callejero local. Se lo merecen.

Estamos inmersos en la angustia colectiva, en una sociedad occidental que ha perdido el rumbo, como consecuencia de este ataque indiscriminado y sin cuartel de la misma Naturaleza, o de la terrible necedad de los seres humanos. Nunca sabremos la verdad de los intereses espurios de determinadas personas que rodean todo esto. En unos momentos donde el virus nos tiene acorralados y pobres en esta España, que da pena verla. A la deriva. Sin orden ni gobierno. Donde la improvisación y los continuos errores de los dirigentes se pasean tan campantes. ¿Y qué podemos decir de Córdoba? Pues que ahora es un entierro de tercera. Paz y bien.