La puntualidad goza de tan poco predicamento en nuestro país como manga ancha tiene con los impuntuales, eso sí, siempre que estos representen profesiones liberales, privadas y moqueta gorda. A la sanidad pública no se le pasa ni una. Una de las frases más repetidas en el juicio al procés del Tribunal Supremo es la disculpa que, al principio de cada declaración de los testigos y justo cuando terminan viene pronunciando el presidente de la sala. El magistrado Manuel Marchena pide perdón por el retraso que lleva la vista y que obliga a los testigos a esperar, hasta más de cuatro horas y media, como sucedió el día que declaró el exsecretario de Estado de Seguridad José Antonio Nieto, que consumió toda la mañana en la que estaba prevista la declaración de cuatro testigos más convocados a primera hora. Y esta viene siendo la tónica general en este proceso judicial. Al margen de los tropiezos del juez Marchena con el reloj, el caso me permite reflexionar sobre la mala costumbre de llegar tarde y robar el tiempo de quien espera. Confieso que comencé a valorar la puntualidad cuando empecé a padecer y a desesperar por los retrasos de quien va a mi lado. No hay mejor medicina que esta, sentir en carne propia y en detrimento del tiempo propio el abuso que los impuntuales hacen del nuestro. Recuerdo ahora a un profesor a la antigua usanza -clases bien preparadas, uso del vd. y verbo fluido- cómo hacía el siguiente cálculo cuando uno o varios alumnos llegaban tarde impidiendo el inicio de la clase. Multiplicaba los minutos de cada fresco por el número de alumnos que estaban a su hora y les espetaba a los tardones el cómputo de minutos que nos habían robado a todos. Reíamos entonces, pero con el paso del tiempo y cada vez que me hacen esperar sin causa justificada me acuerdo del viejo maestro con cariño y respeto a su memoria. Un hecho sin trascendencia en un país donde hasta el puntualísimo AVE del 92, el más alto símbolo de que habíamos dejado atrás las malas costumbres, no ha sido capaz de mantener su compromiso de devolver el billete si llegaba cinco minutos tarde. Aquél envite se rebajó a los quince minutos y creo que ya anda por los veinte. Lo cual quiere decir que con el paso de los años hemos ido a peor, menos puntuales los AVE, más sucios los retretes y mucho más ruidosos los pasajeros. También recuerdo que por aquellos años la puntualidad se exigía en los teatros, imposible entrar cuando la función había comenzado, lo mismo que en los conciertos donde estaba prohibida la entrada hasta el intermedio. Los conserjes eran tajantes y los espectadores respetaban la medida sin rechistar. O tempora, o mores.

* Periodista