Lo peor de todo es «la ceguera de quienes no saben ver lo que está ocurriendo en medio de la agitación del presente, por distracción, por irresponsabilidad, por ir cada uno a sus propios asuntos, por la decisión en el fondo asustada de no aceptar la posibilidad del desastre, por la pura inercia de creer que las cosas son mucho más sólidas de lo que en realidad son... El edificio de la civilización está siempre en peligro de derrumbarse, y hace falta una continua vigilancia para sostenerlo. Lo inaudito siempre puede suceder. Lo que parecía inimaginable porque era infernal se convierte en cotidiano. De un día para otro un país civilizado y desarrollado puede hundirse en la barbarie... Lo que en la vida real es indeterminación y azar los relatos históricos lo convierten en desenlace necesario». Lo escribió Antonio Muñoz Molina hace algo más de diez años, en esa maravilla de examen de conciencia y autocrítica que es el libro titulado Todo lo que era sólido. Parece premonitorio, ¿verdad? Pues en realidad no lo es tanto. Simplemente, este país resulta demasiado previsible. No es momento de hurgar en determinadas heridas ni de remover el fango de la confusión, la angustia o el miedo, que se van a convertir en compañeros no deseados de viaje durante mucho tiempo, pero en situaciones así hay que tirar de cuanto tengamos a mano para seguir adelante, y para algunos ese asidero lo constituye la rabia; rabia por todo aquello que se debió hacer y no se hizo, por tantas imprevisión e irresponsabilidad, por dejar que el horror se instalara entre nosotros, por poner en riesgo lo más importante que tenemos, por hacernos sentir peones sacrificables de un ajedrez siniestro. Esto tardará en pasar, y las consecuencias, económicas, laborales, incluso psicológicas (en particular éstas), serán terribles, pero cuando eso ocurra habrá que fajarse y reconstruir el país, reconstruirnos tirando de generosidad y de coraje, de esfuerzo y de entrega, de altruismo y de sacrificio. Eso lo sabemos hacer; y si no, habrá que aprender. El simple hecho de poder salir de nuevo a la calle, respirar hondo y tener conciencia de que se ha sobrevivido será razón suficiente para sacar sin ambages lo mejor de nosotros mismos. Pero incluso en momentos de tanta euforia, que llegarán aunque hoy nos sea difícil siquiera entreverlo, habrá que recordar qué nos llevó a esta situación, y exigir responsabilidades a quien corresponda, y exigírnoslas también a nosotros mismos, porque culpables lo hemos sido todos.

En estos días, cuando la primavera se impone ajena por completo a nuestro drama, y el aroma a jazmín y a azahar se cuela por las ventanas recordándonos que ahí fuera la vida sigue y nos espera, aprovechamos para poner al día casa y trabajo, descansar, leer, hacer vida familiar, jugar con los niños, ver televisión, escribir… Por fortuna, en nuestro mundo las modalidades de ocio son muchas, y en general nuestras viviendas están bien acondicionadas, por lo que se trata más que nada de adaptarse a la nueva realidad, de tirar de Internet, teléfono y videoconferencia y procurar no perder el contacto con familiares y amigos, a los que no podremos ver en mucho tiempo. Nos hallamos prisioneros de nosotros mismos, y, créanme, esto no es un juego, por lo que nadie debería frivolizar con ello. En los primeros días lo viviremos como una novedad, pero cuando hayan pasado varias semanas la situación se irá haciendo progresivamente insoportable, y empezarán los problemas emocionales, para los que tampoco estamos preparados. Por eso, es fundamental organizarse, establecer una rutina casi cuartelera que conceda a cada momento del día un sentido diferente, y sobre todo tirar de paciencia y empatía, fundamentales para la convivencia y el encierro. No olvidemos nunca que la peor parte se la llevarán, de nuevo, los indigentes y nuestros mayores. Más allá de pertenecer al colectivo de mayor riesgo, muchos deberán permanecer confinados en sus casas durante meses sin ver la calle ni recibir visitas, asistiendo impotentes al desmoronamiento del mundo que con tanto trabajo construyeron. Duro, sin duda.

En definitiva, son tiempos de civismo, sensatez y sentido común, del que por desgracia algunos han dado tan poca muestra desde que empezó esta locura. Pero estamos en guerra, y una guerra se sabe cuándo y cómo empieza, pero nunca cómo y cuando acaba. «Ahora el porvenir de dentro de unos días o semanas es una incógnita llena de amenazas y el pasado es un lujo que ya no podemos permitirnos», escribió también A. Muñoz Molina. La prioridad absoluta, por tanto, es sobrevivir, y hacerlo sin prescindir en ningún momento del otro, de familia, vecinos, conciudadanos; una ocasión perfecta para ejercer la responsabilidad que a otros les faltó. De haberlo hecho, hoy las cosas serían distintas, y el miedo y la incertidumbre quizás no serían tantos.

* Catedrático de Arqueología de la UCO