En la foto hay dos niños cogiendo con precisión profesional cada uno un instrumento. Si no supiéramos nada podríamos tomarlos por concertistas de primera, pero apenas han empezado a hacer chirriar el arco contra las cuerdas. Subida a cualquier red y sin comentarios, podríamos creer que estamos ante un par precozmente dotado para la música.

El dicho «vale más una imagen que mil palabras» no se inventó para una época como la actual en la que la impostura es una práctica cotidiana. Los falsos, los manipuladores, los mentirosos y los perversos han existido siempre, pero ahora lo tienen más fácil que nunca, algunas herramientas tecnológicas se han convertido en poderosos instrumentos a su servicio. Es urgente perder la inocencia, educar el ojo frente al engaño, afilar el espíritu crítico para evitar que la marea de falsedad nos engulla río abajo. También es urgente recuperar un mínimo de sentido ético si no queremos caer también en esta dinámica.

Todo esto se puede aplicar a campos muy distintos, el postureo es ya toda una cultura. Diría que empezó por la política. Doris Lessing, en Las cárceles que elegimos, cuenta cómo la derecha, habla sobre todo de Margaret Thatcher, usó a su favor los avances en psicología de masas, aplicó antes que nadie estrategias de comunicación para acceder al poder y se queja de que la izquierda de entonces ignorara deliberadamente estos instrumentos. A día de hoy ya podemos afirmar que no hay formación política que no se ocupe de forma obsesiva de la comunicación, a veces incluso más que del ejercicio mismo de sus funciones. Los ciudadanos estamos acostumbrados a que se nos diga una cosa y se haga la contraria o a que se hagan proclamas vacías de contenido o se abrace una determinada corriente de moda sin que se cuestione su fondo.

Pero sería injusto decir que es solamente la clase política la que se comporta de este modo. Quien más y quien menos todo el mundo tiene una estrategia comunicativa, ni que sea en el perfil donde le siguen cuatro gatos. El padre irresponsable que no paga la pensión de alimentos y que cuando le tocan los hijos los aparca con la abuela, pero en su muro aparece de lo más orgulloso con sus criaturas, como si se ocupara de ellas todo el rato; el más jeta de la empresa haciéndose un selfi en la reunión importantísima en la que no ha aportado ni una triste idea; la madre desbordada que encuadra el minúsculo rinconcito ordenado y deja fuera de pantalla el caos que es su vida familiar; los millennials con ropas a la última, que ríen y sacan la lengua sin que se vea la precariedad en la que viven y el horizonte de desesperanza; el activista de sofá que cuelga los eslóganes que lo están petando como si se pasara el día manifestándose por la calle. Se imposta la felicidad, la alegría, el compromiso, la ética, la implicación en causas que no se conocían hace un minuto. Se importa la tolerancia, la superioridad moral, la inteligencia. Y entre tanta impostura pronto no sabremos distinguir lo que es auténtico a menos que sepa impostar autenticidad.

* Escritora