Parece ser, según dicen los expertos, que la pandemia nos seguirá acompañando durante todo este año. Para colmo Filomena, la tormenta, como en aquel jardín de ‘El gigante egoísta’ de Wilde, dibuja un escenario frío e inhóspito donde aún más la insolidaridad, la precariedad y la pobreza se nos presenta más humana y personal. No hay más que deambular por la calle Cruz Conde, a esas horas en que se aproxima esa hora que cada día inaugura la noche del toque de queda, para comprobar que hay personas que se guarecen en cierto pasaje para pasar la noche solitaria y gélida. Y es así, como entre frío y pandemia galopante algunos transeúntes pasan las horas nocturnas en nuestras calles. Entre ellos hay un señor de edad avanzada, pasos achacosos, barba y cabellos blancos, complexión enjuta cuya mirada tiene aún ese brillo de al que todavía la marginación, la soledad y el abandono no han borrado la cordura. Como un viejo marinero con el rostro marcado de vientos y sal al que el mar traicionero no le ha arrebatado aún su goleta ni su rango de capitán. Sé que aquellos que practican la caridad bien entendida en nuestra ciudad le asisten y le ofrecen cobijo, pero él ha decidido no abandonar su barco. Ese en el que a veces nos embarcamos para encontrar esa libertad que no tiene precio o la que estamos dispuestos a conquistar a cualquier precio. Tal vez este sea el verdadero dilema en el que todos dilucidamos nuestras horas; aunque cuando a veces alguien se aventura a ese océano deja palmario e hiriente que la libertad de los demás termina donde comienza la nuestra. Así queda claro que cuando se cierne la deriva sobre alguien también se va perdiendo en ese mar del egoísmo la sociedad. Es la prueba evidente de que todos de alguna manera estamos conectados a ese destino que a todos nos quiere hacer progresar. Un reto para este pandémico año donde hemos de hacer de lo imposible, posible.

* Mediador y coach