Solo enciende la luz de la salita cuando va a acostarse. Solo enciende la luz para no caerse camino del dormitorio, para no dar un mal paso por culpa de la penumbra en la que cena poca cosa y organiza las pastillas. La última vez estuvo en el suelo un buen rato. Como era muy tarde y no cogía el teléfono su hija se temió lo peor. Al entrar se la encontró boca abajo en el pasillo, derrotada, profundamente sola. Tuvo que llamar a una vecina para poder levantarla, «eres la más cabezona de Sabadell, mamá, te vas a matar de un golpe cualquier día, enciende la puñetera luz cuando te vayas a la cama».

Sus hijos no saben que estuvieron a punto de cortarle la luz. O seguramente sí lo saben. En cualquier caso, no han hablado de ello. Las cosas se complicaron en septiembre. Rosa hizo lo que jamás había hecho, dejar de cumplir. Quién se lo iba a decir a ella, más de cuarenta años pagando religiosamente el Ocaso… El caso es que no ingresó en el banco el importe de la factura de la luz antes del día 5. En lugar de soltar la tela, compró ropa y zapatillas para que los niños de su Sebas (426 euros de subsidio) empezaran el curso en condiciones y no con las rodilleras descosidas y los lamparones. Qué desastre de Sebas, la mujer limpiando bloques desde las seis de la mañana y él a lo suyo sin dar palo al agua, mirando el mundo por un agujerito con más años que la Tana. La asistenta social, una muchacha agradable de verdad, les dijo la última vez que no había nada para él en el Ayuntamiento, ni cursos de formación ni planes de empleo, que estaba todo muy parado hasta que se aclarase lo que iba a pasar. Y de la ayuda de la dependencia para ella, menos. Ahora todo es la independencia. Ahora eso es lo que importa.

Mientras termina de cenar Rosa oye en el telediario más de lo mismo sobre el asunto del que todo el mundo habla a todas horas. Apura meticulosamente el recipiente del yogur. Desde hace meses se planta todos los viernes a las cinco en la puerta de un sitio en el que le llenan el carrito de la compra sin hacer demasiadas preguntas, solo las justas. Cajas de galletas y latas de atún y paquetes de macarrones y botes de café soluble y mucha amabilidad y un poco de vergüenza. Cuando está a punto de quedarse dormida en el sillón, hay en la pantalla una sucesión de banderas de unos y otros, himnos, frases desafiantes sobre la libertad del pueblo y el respeto a la legalidad, invitaciones al diálogo con la boca pequeña, plazos a punto de expirar que parecieran concederse y ser despreciados como en otro mundo, el mundo de lo único que preocupa a los que mandan, el mundo de lo que lleva importando casi exclusivamente una semana tras otra desde hace demasiado tiempo. Rosa apaga la tele mascullando algo y enciende la luz para irse a la cama sin caerse. Mañana será otro día.

* Profesor del IES Galileo Galilei.