Me acaban de colocar un implante dental. Mi cuerpo ya no volverá a ser el mismo. Definitivamente. Al menos eso espero, porque siempre existe la posibilidad de un rechazo. (Pórtate bien, cuerpo mío. Deja que este objeto artificial imaginado y construido por una mente humana me permita recuperar la completa funcionalidad de mi dentadura desgastada y estropeada por una irregular higiene bucodental. Los beneficios superarán a este dolor transitorio y a esta sensación de que hay algo extraño en ti).

Me dio muchos quebraderos de cabeza la idea de aceptar la posibilidad de un implante. Nunca he llevado nada como eso integrado en mi cuerpo, ni siquiera encima: ni sortijas ni pendientes ni tatuajes. Incluso las ideas implantadas me han incomodado. Me gusta el cuerpo natural; de hecho, tampoco me seduce la moda esta de afeitárselo todo (bueno, al menos por el momento; ya no sé qué será de mí en un futuro inmediato, porque mi creciente afición al gimnasio y otras actividades extremas me está llevando por unos senderos que antes consideraba improbables o imposibles).

Con lo sacrílego que he sido yo siempre de boquilla, y lo sagrado que también siempre he considerado mi cuerpo. Pero acepto este implante porque me he convencido de que es indiscutiblemente bueno. Y para colmo es que mi dentista tiene una mano exquisita y no siento que me hayan puesto ahí un tornillo clavado en el hueso del maxilar inferior. Ni dolor ni presión ni nada. No me lo acabo de creer. No han pasado ni doce horas y estoy como si estos tornillos hubieran estado aquí desde mi nacimiento.

Algo me inquieta, no obstante. Otros se iniciaron así y ahora se han convertido en poco menos que un ciborg. Que si ahora un implante capilar, que si luego un implante de barbilla y de mejilla; que si un implante coclear, un implante de pene, o implantes ortopédicos de prácticamente cualquier parte del cuerpo diseñados a medida. Hasta llegar a esos implantes absolutamente extraños al cuerpo, que no sustituyen o reponen ninguna parte original, sino que proporcionan funciones nuevas, algunas jamás vistas antes en ningún ser humano.

Es emocionante imaginar cómo podremos ser dentro de pocos años. Si ya la evolución cultural ha permitido que en una misma generación tengamos tribus urbanas tan diversas solo a base de tatuajes, piercings y ropa de diseño, la evolución biológica acelerada mediante los implantes electrónicos y biónicos, o mediante la transformación genética transitoria o la transformación por integración de genes exógenos, nos acabarán llevando por senderos que antes creíamos improbables o imposibles.

Estos cambios hacia la diversificación de nuestro aspecto y nuestras facultades apuntan también hacia algo que puede resultar inevitable: la especiación, la separación de especies o, al menos una separación de los destinos tan grande entre grupos de humanos que en la práctica desemboque en una nueva especie que eventualmente tome conciencia de haberse aupado al podio de la verdadera humanidad. Las nuevas y extraordinarias capacidades de estos seres les permitirán sobrevivir y colonizar otros espacios mientras que los demás nos quedaremos aquí esperando la próxima extinción masiva como viejos y lentos dinosaurios, ignorantes del destino que se precipita sobre nuestras vidas.

Todo eso es posible. Y será triste comprobar que la nueva conciencia global, acompañada del salario universal, el acceso gratuito a la educación y la sanidad, y la igualdad de oportunidades para subir a los ascensores sociales, no llegará a tiempo de permitir la salvación de todos. La impaciencia de los individuos por acceder a las nuevas tecnologías alimenta esta carrera en la que los ganadores se irán alejando más allá de una meta inalcanzable para la mayoría.

Qué extraño. No ha pasado ni un día y ya me siento como un mero apéndice de este tonillo alojado en mi mandíbula.

* Profesor de la UCO