En los últimos años, y de manera creciente, el espíritu agonal que rige el quehacer político, se viene manifestando, cuando llegan las fiestas navideñas, en la calidad del alumbrado municipal de pueblos, villas y ciudades. Se ha disparado la competencia sobre el número de bombillas que son capaces de tener encendidas para exornar unas celebraciones cada vez más consumistas, en las que está casi desaparecida la misa del gallo.

Dicho estado de cosas nos ha traído a la memoria aquella infancia en donde era una fiesta el alumbrado sin sufrir las restricciones que se repitieron durante la inacabable posguerra de pertinaces sequías. Al fin, en Navidad encendían todas las mortecinas luces urbanas que, en lámparas elementales, solían pender en el centro de las calles.

Esta evocación lumínica nos ha recordado, también, aquel mundo diametralmente opuesto al actual, porque en los últimos 50 años la velocidad del progreso material se ha hecho vertiginosa. Desde que nuestros antecesores bajaron de los árboles y caminaron erguidos, la doliente humanidad nunca vivió una época con tan rápido ritmo de desarrollo como el que ha experimentado nuestra generación. A voleo, sin ser exhaustivos vamos a escribir, comparativamente, las variaciones más mayúsculas.

En las calles céntricas, donde hoy abundan las clínicas dentales, las ópticas y los establecimientos de telefonía, las más profusas eran las ferreterías. En Claudio Marcelo, que todos llamaban calle Nueva, había cuatro: El Candado, La Campana, El Timbre y Ferretería Gutiérrez. En los colegios se sufrían invernales fríos de sabañones, pues pensar en calefacción era tan imposible como el pan con miga blanca, la leche no bautizada o las legumbres sin caducar. Las comunicaciones se hacían con tarjetas o misivas postales que se depositaban en Correos -frente al novísimo cine Góngora-, introduciéndolas en el buzón que reproducía en bronce la cabeza de un león con las fauces muy abiertas. Hablar por teléfono con Almodóvar, o cualquier otro lugar, llevaba horas de espera en la Telefónica, situada en la plaza de las Tendillas, donde estaba la parada principal de unos autobuses a manivela que iban a la Huerta de los Arcos, la calle Toledo, la Electro o recorrían las calles de la Ajerquía. En dicha plaza hubo dos urinarios públicos a los que se descendía por unas escaleras que los visitantes madrileños creían que eran el acceso al Metro. Igualmente, en las Tendillas, dos quioscos con morfología de cortijo andaluz, vendían prensa y unas expendidurías ambulantes, propiedad de un marqués decaído, palomitas de maíz.

Al lector joven, respecto de las comunicaciones, le será difícil imaginar aquella penurias, pues lo probable es que tenga a mano un teléfono digital de nueva generación con el que, en un periquete, puede hablar con Pensilvania, Honolulú o cualquier lugar del mapamundi, mandar mensajes, hacer fotografías, ordenar operaciones bancarias, consultar enciclopedias o preguntar oralmente el domicilio de un mesón. Un progreso inimaginable hace dos décadas y que, como todo progreso, tiene una cara oscura que, ahora, se dedica a difundir pornografía infantil.

No existían trenes puntuales, lavadoras, frigorificos, lavavajillas. Era particularmente duro que las mujeres hicieran la colada refregando las telas impregnadas en jabón verde sobre tablas de madera acanalada. Tampoco había prendas de confección en serie; los vestidos y los trajes los hacían modistas y sastres. El más acreditado era Duarte que tuvo el taller en la calle Maese Luis. En los viajes las maletas había que transportarlas a pulso pues carecían de algo tan elemental como las ruedecitas actuales. En la calle Marqués de Boil hubo dos locales con mesas de billar populares y el famoso restaurante de Miguel Gómez que servía sus alabados «huevos al plato».

Tiempo lejano, antiguo que, igualmente, nos conduce a una exclusiva plaza de abastos en la Corredera, otra cercana donde vendían el pescado y 4 ó 5 tiendas de ultramarinos, siendo la más surtida la de Abel en calle Gondomar. Vivíamos en las antípodas de los supermercados. Dormíamos en colchones de lana, insufribles en verano. El agua, si no se filtraba, era un líquido achocolatado que producía abundantes colitis. Aparecieron los juveniles pantalones bombachos, la ducha, el bolígrafo, el bidé, los tractores agrícolas y las fregonas que evitaron limpiar el suelo de rodillas. Triunfó el hongo productor de la arcangelical penicilina. Pedro, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, cardenal Segura y Sáez, fulminaba, desde Sevilla, el baile agarrado, recordando que en el sexto no hay materia leve. Abundaban barquilleros, limpiabotas, jeringueras de plazuela, vendedores solapados de tabaco procedente de Gibraltar, cines de verano al aire libre y mujeres que iban a misa con velo obligatorio.

Y para qué seguir las enumeraciones, muchas de las cuales, comparadas con el apresurado presente, que nos tiene con la legua fuera, parecen inverosímiles, aunque las viviéramos al pie de la letra. Tal vez, por eso, ahora, en esta Navidad iluminada, se nos ha antojado resucitar algunos remotos recuerdos ciudadanos.

* Escritor