Ahora que todo ha terminado, y que desgraciadamente el final de la historia ha resultado trágico como era de esperar a pesar de las múltiples consignas en contra que se empeñaban en ir de manera obstinada contra la física, toca hacer balance y, de entrada, como bien ha quedado en evidencia urbi et orbi, el aspecto más positivo de tan lacerante proceso ha sido, de nuevo, el derroche asombroso de solidaridad por parte de la sociedad española, que sin duda nos dignifica ante el mundo; la generosidad de empresas y técnicos; la profesionalidad de cuantos han intervenido en el rescate, empezando por Guardia Civil, bomberos y sanitarios, y terminando por ese cuerpo maravilloso de mineros de elite; y, por supuesto, el baño impagable de calidad humana con que se ha visto respaldada la familia, incluido algún personaje cuya presencia y aspavientos resultan difíciles de justificar más allá de su propio afán de protagonismo. Ahora le toca el turno al juzgado, porque son muchos los detalles que quedan por aclarar, y no tardará en llegar la hora de asumir responsabilidades. Ojalá sirva para que todos los pozos de este tipo se cierren y nunca nadie más vuelva a vivir algo semejante.

En cualquier caso, si algo ha destacado a mi juicio (y no para bien) por encima del resto de aspectos en los trece interminables días que ha durado el calvario ha sido la magnificación del mismo por parte de la prensa, no solo nacional; el morbo casi obsceno desplegado en muchas informaciones; el ejercicio de histeria colectiva que todo ello ha provocado, claramente favorecido por ciertos medios de comunicación que han actuado como pernicioso agente transmisor del contagio. Es lógico que sucesos como estos, imprevistos, inexplicables y demoledores, despierten la parte más sensible del ser humano por el simple hecho de tratarse de una criatura y la empatía con unos padres en cuyo lugar nadie puede llegar a ponerse del todo pero que es fácil imaginar desgarrados, especialmente si las televisiones acaban mostrando sus rostros extraviados, sus ojos sin vida de tanto llorar, sus almas hechas trizas por el dolor y la angustia, sus manos caídas bajo el peso atroz de la culpa. En ocasiones así quien más y quien menos acaba cayendo víctima del histerismo dominante y comienza a demandar información casi al minuto; olvida incluso que los milagros no existen, o que resultan poco probables cuando se precipita uno en un pozo de cien metros y permanece allí, roto, dos semanas, sin luz, aire ni agua, por lo que culpables si los hay somos todos; pero lo ocurrido durante este tiempo ha hecho que muchos sintamos vergüenza al ver cómo algunos medios se ensañaban una y otra vez con las partes más melodramáticas del asunto y llenaban horas y horas de radio y televisión, páginas enteras de periódicos, como si no estuviera pasando nada más en el mundo. Ese sobredimensionado se traduce en algo muy concreto, rentable y crematístico: dinero, que entra a espuertas merced a las audiencias redobladas a costa de retorcer hasta la extenuación el sufrimiento, incluso provocándolo; y ni siquiera así llega a entenderse la propagación de bulos espantosos que arrastran tras de sí tanto dolor como morbo, ni que determinadas cadenas, además de teñir cada día de amarillo chillón sus telediarios, hayan dedicado al tema sesiones monográficas poco menos que eternas, pendientes solo del hecho luctuoso como quien espera el fin del mundo, haciendo del tormento puro negocio. En esos momentos cuesta no sentir cierta repugnancia ante la mercantilización de sucesos tan espantosos; no pensar que algunos de esos medios pagarían oro en barra por tener cada semana algo similar que llevarse a la boca para llenar sus programaciones de sangre, vísceras y lágrimas con el simple fin de liderar las audiencias; no enrojecer de bochorno ante la magnificación de una muerte y la trivialización cotidiana de tantas otras.

En ocasiones así las personas con códigos éticos algo más estrictos que la media deben tirar de disciplina mental y tratar de quedarse con lo único bueno de todo ello: el despliegue inaudito de solidaridad, coordinación y altruismo, capaz por sí solo de demostrar que el ser humano también puede ser bueno y que, en consecuencia, aún queda esperanza. Lo demás no es sino un síntoma más de la podredumbre instalada en los mismísimos centros de nuestra cultura, que poco a poco nos va devorando liados en papel de regalo, como algunas personas envolvían con primor sus propias mortajas a la espera casi masoquista de la Parca. Para echarse a llorar sin consuelo, aunque sólo sea como desahogo después de tanta tensión y tanta angustia, eficaces cortinas de humo frente a otros asuntos que no quedará ahora más remedio que enfrentar de nuevo.

* Catedrático de Arqueología de la UCO