Se ha convertido ya en un clásico que, a medida que se aproximan las citas electorales, las tensiones entre Israel y sus vecinos aumenten de voltaje. En las últimas semanas hemos asistido a una nueva escalada entre Israel y las fuerzas del denominado eje chií situado en la órbita de Irán. Drones israelís han atacado posiciones de diversas milicias chiís en territorio libanés, sirio e iraquí. A su vez, Binyamin Netanyahu ha vuelto a acusar a Irán de construir plantas secretas para enriquecer uranio, en lo que parece ser un intento desesperado de evitar un encuentro entre los presidentes americano e iraní en la próxima Asamblea General ordinaria de la ONU en Nueva York.

Como las encuestas reflejan un empate técnico entre el gobernante Likud y el opositor Azul y Blanco, Netanyahu se ha visto forzado a elevar el listón de sus promesas electorales para tratar de movilizar a sus seguidores y atraer a los indecisos. Con este propósito, ha anunciado a bombo y platillo su voluntad de anexar el valle del Jordán, que representa un tercio de la Cisjordania ocupada. Aunque en dicha zona tan solo residen 11.000 de los 600.000 colonos ubicados en los dos centenares de asentamientos erigidos ilegalmente en el territorio ocupado, lo cierto es que goza de una gran relevancia estratégica, ya que permite controlar no solo la frontera con Jordania, sino también las aguas del río Jordán.

Desde la guerra de los Seis Días, el control del valle del Jordán ha sido una prioridad para todos los gobiernos israelís, independientemente de su signo. Fue precisamente el dirigente laborista Yigal Allon quien, poco después de la ocupación militar de Cisjordania en 1967, lanzó un plan que preveía la anexión de toda la línea fronteriza con Jordania por razones de seguridad y la concesión de una autonomía parcial para la población palestina. Durante las negociaciones de Camp David en el año 2000, Ehud Barak, otro laborista, intentó forzar a la delegación palestina a aceptar el control israelí del valle del Jordán durante un periodo de 15 años, todo ello con la intención de aislar a un eventual Estado palestino y mantener cautiva su economía.

El guiño de Netanyahu va dirigido, esencialmente, a los colonos, que representan un 8% del electorado israelí y, por lo tanto, serán decisivos para deshacer el actual empate entre el Likud y la coalición Azul y Blanco. La atomización de la Knésset, el Parlamento israelí, requiere la formación de grandes coaliciones gubernamentales. Para salir reelegido, Netanyahu no solo deberá ganarse a las formaciones ultraortodoxas, sino también neutralizar a la coalición Yamina, integrada por varios partidos ultranacionalistas que gozan de una amplia popularidad entre los colonos.

Los resultados serán, como todos los pronósticos anuncian, ajustados. Las posibilidades de que Azul y Blanco pueda formar gobierno son más limitadas, porque depende de la recuperación del denominado campo de la paz, integrado por el Partido Laborista y el izquierdista Meretz, que se ha visto forzado a aliarse con un sector crítico del laborismo ante el temor de no superar el umbral del 3,25% de los votos exigido para tener representación parlamentaria. En las elecciones de abril, este bloque apenas logró 10 de los 120 escaños del Parlamento israelí, los peores resultados de su historia. Azul y Blanco también necesitará el apoyo del laico Israel Nuestra Casa, a quien las encuestas pronostican un excelente resultado. Por último, también requiere el respaldo de la Lista Unida que aglutina a los partidos árabes, que desde la creación del Estado israelí en 1948 nunca han formado parte de ninguna coalición gubernamental.

Unas posible tablas en las urnas podrían posponer, una vez más, el anuncio del denominado acuerdo del siglo, el plan concebido por la Casa Blanca para tratar de cerrar el conflicto palestino-israelí. Los detalles filtrados hasta el momento evidencian que dicho plan, que ha sido elaborado por el yerno de Trump, favorece claramente a Israel. Por esta razón, la Cumbre de Manama, en la que se abordó su dimensión económica, se saldó con un sonoro fracaso ante el boicot de buena parte del mundo árabe y los propios palestinos. La propuesta americana de captar 50.000 millones de dólares para relanzar la alicaída economía de la región fue contemplada como un intento de chantaje en toda regla, puesto que la recepción de dichas inversiones quedaría supeditada a la previa renuncia al establecimiento de un Estado palestino soberano.

*Profesor de Estudios Árabes