Siempre que pienso en la palabra luces pienso en la razón ilustrada, esa que tan misógina dejó sin iluminar a la mitad femenina de la Humanidad. La luz es para mí sinónimo de ventana que se abre, de amanecer cargado de promesas. Así se llamaba mi tía favorita, tan empeñada siempre en disfrutar de los placeres de la vida. Ella, aunque hace ya años que voló hacia el mar de Nerja, me sigue iluminando con su varita de hada medio bruja. A su lado siempre fui y soy una polilla curiosa. Y es que hay personas que son como bombillas: se enroscan girando en nuestros días y hacen que nuestra casa carezca de sombras. Nos ayudan a ser únicos e irrepetibles. Las luces son justo lo contrario a la negación de nuestra individualidad. Gracias a ellas podemos construirnos como seres autónomos, sensiblemente inteligentes y siempre a la deriva que supone no creerse del todo los cuentos con que pretenden seducirnos los encantadores de serpientes.

Nada de esa energía esperanzada encuentro en las luces navideñas. Cuando camino en estos días por las calles de mi ciudad, siento que la iluminación invasora me hiere, me pone trabas en los pies, me convierte en un número más de la cantidad que será expresión del éxito de una política local consistente en convertir el espacio común en una suerte de parque temático. Todo es espectáculo. Ya lo advirtió hace unos años Vargas Llosa y lo acaba de confirmar en Máster Chef. Todo se puede convertir en producto capaz de seducirnos y generar deseos: de consumir, de poseer, de acumular. La falsa felicidad contenida en bolsas de plástico e iluminada por un cielo artificial de colores. La comunidad reducida al rebaño que pastorean los alcaldes que compiten como niños en el recreo. Lo colectivo transfigurado en identidad domesticada.

Las ciudades o, mejor dicho, sus alcaldes, a quienes les encanta jugar a ver quién la tiene más larga, se han puesto a competir este diciembre en número de bombillas y en colorines capaces de cegar la sensatez del vecindario. Entre ellas, la nuestra, tan resignada a liderar los ránkings que nos sitúan en los niveles más bajos de desarrollo social y económico, la que con indiferencia parece contemplar cómo el único destino que ofrece a sus jóvenes son los bares y los hoteles, y que no ha dudado en sumarse al absurdo catálogo de ciudades que brillan por Navidad. Un espectáculo de nuevos ricos con el que a duras penas disimularán los espacios cerrados en el centro, el fin de los negocios de siempre y la dictadura ramplona de las marcas que nos uniformizan. Una especie de sueño, o más bien pesadilla, que dudará apenas unas semanas, en el que las sonrisas del alcalde inaugurando las luces ocuparán portadas y volverán a demostrarnos que tenemos unos representantes que, además de profesionales de lo público, se nutren de las más absoluta de las nadas. Eso sí, envuelta en papel de regalo y con villancicos flamenquitos como banda sonora.

La Navidad un año más será una puesta en escena en la que durante unos días trataremos de olvidar la creciente desigualdad, el precipitado final del planeta o el vacío tan absoluto de política a que nos condenan unos líderes que solo parecen mirar sus ombligos. No sé si recibiremos más visitantes, si las pernoctaciones aumentaran o si las tiendas del centro venderán más que otros años. En todo caso, Córdoba, una vez más, dará muestras de su limitada capacidad de iniciativa, de su conservadurismo rancio y mostrará al mundo que con una iluminación sobrecogedora las miserias, la pasividad y las inercias parecen diluirse. El gran fracaso, en el fondo de todas y de todos, será comprobar que el día 7 de enero todo amanecerá en su sitio. Como si nada hubiera pasado. Como si la Navidad solo hubiera sido un espejismo en el que los alcaldes que quisieron ser dioses soñaron con sustituir las luces de la razón por bombillas de colores.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la UCO