Incluso el caminante más apresurado y superficial por los senderos de la Iglesia española contemporánea llega a la experiencia insoslayable de encontrarse en un paisaje semidesértico. Frente a los bien cuidados y, a menudo, exuberantes campos de la asistencia y beneficencia a cargo de órdenes, congregaciones e instituciones religiosas, el terreno cultural se ofrece casi yermo.

Desde luego, no siempre fue así. El asombroso despliegue de la España moderna por los principales escenarios de la historia encontró en los monasterios, conventos y universidades con marchamo católico uno de sus principales motores y señas de identidad. Y aun si cabe más saliente que el esfuerzo colectivo institucional fue el protagonizado a título individual por centenares de figuras de primer plano en los diferentes ramos de la actividad intelectual y científica. Ninguno de los Siglos de Oro de las grandes monarquías europeas a la manera de la inglesa o la francesa contó en la nómina de sus personalidades más esplendentes con mayor número de eclesiásticos y miembros del ordo clericalis. En España, la presencia de tales autores en todas las parcelas del saber rayó casi en lo espectacular, peraltada además dicha característica con la llamativa conjunción de cantidad y calidad. Tan descollante es el hecho mencionado en los terrenos por entonces más insólitos como, v. gr., el del feminismo, que una escritora como Santa Teresa rompe todos los moldes habidos y por haber y se ofrece como un fenómeno singular en el mundo de las letras sin parangón ni antes ni mucho después en los paralelos literarios de toda Europa.

Y, sin embargo, todo este cuantioso tesoro y preciada, altísima herencia se los llevó en unos años el turbión del proceso culminado en 1836 por la irresponsable firma de Juan Alvarez Mendizábal. El cincelado y plurisecular legado cultural eclesiástico quedó devastado en porciones muy extensas y esenciales por la incuria desamortizadora, con una piqueta afanosa por emular a la baja la labor de ordinario sobresaliente y a las veces refulgente de los hombres y mujeres que, en la España de los Austrias y primeros Borbones tuvieron en la inspiración cristiana el numen primordial de su tarea artística y literaria.

Pues, evidentemente, tras la desamortización ya nada fue igual. La savia que alimentara el pensamiento católico en los distintos ambientes intelectuales de la segunda mitad del Ochocientos se reveló en mil ocasiones muy disminuida en relación con el pasado; suficiente estrictamente para mantener una discreta presencia, pero sin encontrar las claves de una respuesta creativa y a nivel de los tiempos de los problemas, angustias y desafíos de una época que marchaba a velocidad de crucero por los caminos de la secularización. En las esferas de la cultura --filosofía, periodismo, incipiente sociología...- esta fue particularmente intensa y efectiva en la España finisecular, sin que ya amortiguara el ritmo de su andadura en dichos campos hasta los días mismos de la II República, en los que ya cupo detectar múltiples y, a menudo, robustos brotes verdes de una réplica confesional sin grandes complejos ni inhibiciones paralizantes cara al férreo y tentacular monopolio cultural de un progresismo que en España mostraría siempre un acerado talante antirreligioso.

* Catedrático