En el último bienio ha recobrado actualidad literaria en España el célebre libro del pensador alemán O. Spengler La decadencia de Occidente, objeto de un traducción cuasi perfecta y, desde luego, admirable del gran ensayista jiennense D. Manuel García Morente (1886-1942), ejemplo asaz significativo del envidiable nivel alcanzado por las letras hispánicas (pues, el fenómeno alcanzó también a la América española) en el, culturalmente, fausto decenio de los años veinte de la centuria pasada.

En el presente, a la husma de signos y pruebas que evidencien las tesis de la inevitable postración sufrida por Occidente conforme al sentir expresado por voces y plumas cada día más nutridas, son incontables los creadores de opinión que desprecian a cualquier lletraferit que no eche su cuarto a espadas en la cuestión. Temeroso el anciano cronista de que su silencio pueda interpretarse como altivo o culpable de indiferencia frente a un fenómeno recientemente generalizado en los medios de comunicación nacionales y extranjeros --controversias mediáticas acerca de la naturaleza última de acontecimientos tales como los «chalecos amarillos», el brexit o el creciente malestar social...--, introduce aquí su modesto parecer al hilo del estimulante ejemplo descrito en el artículo precedente acerca de un admirable servidor del Estado en uno de los organismos más entrañados en la sociedad española desde poco ha de menos de un siglo.

Introducido ya en la excitante temática, el cronista apuntaría a la extendida falta de vocación que se descubre, ostensible y fácilmente, en múltiples facetas de la vida española desde que el tsunami de la quiebra económica de ha una década golpeó sañudamente las estructuras no solo materiales sino igualmente anímicas de la colectividad nacional.

Un sobresaliente escrutador de las últimas, Julián Marías (1910-2005), en el tramo final de su fecunda existencia insistía con frecuencia en el peraltado valor del entusiasmo para acometer con responsabilidad y eficacia las más diversas tareas, ya que la capacidad energética de la vocación y el talante comprometido abaten las barreras más graníticas en el camino de sus metas y deberes. Los ejemplos hallados en fecha reciente por el articulista en el mundo ferroviario avalan por entero la acertada visión del insigne humanista vallisoletano.

En los comedios de este climatológicamente muy desconcertante otoño un nuevo lance en el abigarrado planeta de la Renfe le ratificó en su alto aprecio por la vocación. En su pequeño pupitre madrileño de la Estación de Atocha, D. Miguel Angel (¿?), se negó en redondo a facilitar sus apellidos en nombre de la privacidad exigible a cualquier funcionario o empleado en el ejercicio de su estricta misión profesional) le confidenció al cronista que era nieto e hijo de miembros de la Renfe, de los que había recogido y casi somatizado una invencible afección por sus gentes y asuntos, prestando muy gozoso y con renovado entusiasmo sus, a las veces, penosas labores, con clara conciencia de formar parte de una humilde pero cívicamente enaltecida saga de trabajadores públicos.

Con la impactante aun imagen en su retina de las algaradas en su muy querida y, en ocasiones, hasta añorada Universidad «Central» de Barcelona, el anciano cronista, ante el ejemplo del joven empleado, no perdió su fe y esperanza en un porvenir mejor para una patria hodierno empequeñecida.

* Catedrático