En qué se parece un huevo a una castaña? ¿En qué se parece Carles Puigdemont a un españolísimo? Por sus obras los conoceréis, y posiblemente ese superlativo se desdibuja visto el lastre penoso que dejaron sus delaciones: Antonio Pérez fue una utilísima transmisión en el engranaje de la leyenda negra. Pero a los secesionistas catalanes les apabulla ese símil, descartando esa bandería por muy variopintas razones. En primer lugar, porque leer la biografía de Antonio Pérez te entronca con el cigarral de Gregorio Marañón, purita urticaria toledana, que asocias con el conde de Orgaz, los campos de Castilla o los regeneracionistas del 98, que aún guardan buena prensa en el revenido arcón del seny catalanista. También es cuco para los separatistas obviar este filón propagandístico, porque el primo de Zumosol era la Corona de Aragón, lo cual jibariza su ensoberbecida legitimidad histórica. Antonio Pérez era originario de una localidad aragonesa, y allí acudió el secretario de Felipe II alegando la protección de sus fueros frente el intento de apresamiento de la Justicia castellana. No sin razón se afaman tercos los maños, y en la defensa foral y las propias razones de su paisano, perdió la vida el Justicia Mayor de Aragón, casi un rey sin corona en esos pagos del Ebro después del tanto monta, monta tanto...

Porque Antonio Pérez fue un réprobo en el Edén donde nunca se ponía el sol. Celos y ambición, fórmula cansinamente conocida en el devenir de los siglos. No se conformaba con la Secretaría de asuntos atlánticos --incluido ese Flandes que vuelve a borbollar--. Lo mollar estaba en el Mediterráneo, donde forjaba su leyenda Juan de Austria. Cual espejo de madrastra de Blancanieves, mandó espiar al héroe de Lepanto, cuasi inventando, sin quererlo, los agentes dobles. Juan de Escobedo pagó con el filo de la espada su supuesta traición, lo mismo que Antonio Pérez vio apagar su estrella con un Rey no tan prudente. Logró escaparse de la cárcel aragonesa, cruzando la frontera francesa --atentos al símil del flequillo en ristre-- vestido de pastor. Luego alcanzó la capital inglesa, adelantándose a los Julian Assange de turno y colaborando a minar la reputación de España para mayor gloria de la pérfida Albión.

Puigdemont ha probado semejante hiel de aborrecimiento al metonímico Madrid. Se erotiza con el ungido exilio de un rey búlgaro, aunque esté hasta los mismísimos de los mejillones belgas y sienta una inconfesable nostalgia de la tortilla española. El huevo y la castaña comienzan a hermanarse en torno al esperpento. Porque los lazos de entendimiento acaso no se tiendan por el Gordo o por el balón, sino a través de Paco Ibáñez. Y no nos referimos al cantautor, que se miran con recelo después de la astracanada de Llach. Es el padre de Mortadelo el hilo convergente, ahora que Zoido hace plegarias a los mil y un disfraces para que ninguno de ellos haga vocear su dimisión. Puigdemont ha peregrinado a Bélgica para convertirse definitivamente en un personaje de viñeta, en la sublimación del ombliguismo y de un complejo de superioridad rayano en la cutrez. Los separatistas quieren apropiarse de esa terquedad aragonesa que también han ninguneado. El paso a un lado del ególatra gerundense sería un buen argumento para ir cortando los cables de la detonación. Pero tampoco estaría mal ir madurando al otro lado la misma reciprocidad. Y no por puñeteras equidistancias, sino porque este país, con el permiso del huevo y la castaña, necesita irremediablemente orearse.

* Abogado