Recuerdan aquella famosa canción de Benito Moreno de ‘España huele a pueblo’? Probablemente a usted también le pase, querido lector/a, pero yo la recuerdo con cierta nostalgia, no solo la canción, sino esa realidad clara y nítida que reflejaba esta. Aquella España de los años 70 cuando esta canción vio la luz, verdaderamente olía a pueblo. Era ese olor del pan recién hecho o de la primera brisa de la mañana. Había algo nuevo en aquel ambiente, algo por estrenar, pues en aquellos años ese anhelo de libertades y democracia ya parecía tomar forma de esperanza. Nunca huele tan perfumada una circunstancia como cuando antes de realidad es esperanza. Han pasado muchos años, décadas y ahora desde luego España no huele a pueblo. Al menos a ese pueblo metafórico que esperaba un mañana que tantas veces la historia le había arrebatado y hasta en ocasiones negado. O tal vez no ha sido la historia ni el destino, sino nosotros mismos los que hemos destruido aquello que construiamos. De eso, por desgracia, sabemos mucho los españoles. Pero uno tiene la esperanza de que en algún punto de esa historia o destino cambie la tendencia. Pero no. Nuestra democracia, la de verdad y no la que llena la boca de tantos y tantos políticos en mítines y demás demostraciones de crecepelo, huele raro. El desafío catalanista con su último capítulo del 1 de octubre; la debilidad del Gobierno de Sánchez con su doble y triple moral, acompañada de la tibieza ante las crasas afrentas independentistas, la sombra de otra nueva crisis económica, el descredito en Europa e incluso en el mundo por la falta de contundencia soberana frente a los enemigos de nuestra democracia, hace que España no huela a pueblo, sino a algo más antiguo todavía. A ese olor que a muchos de nuestros abuelos no pudieron olvidar jamás: a traición: el peor enemigo de cualquier democracia.

* Mediador y coach