Entre lo que se piensa, lo que se hace y lo que se pretende hacer existen unas bisectrices conformadas hacia un objetivo único e irrenunciable. No hacer lo que se piensa y parecer que se hace lo que otros pretenden que se haga a cambio de prebendas, sinecuras o canonjías es una actitud perversa que desdibuja la realidad, sometiéndola al objetivo primitivo que, en cierto modo, justifica semejantes comportamientos dañinos y nocivos para aquellos que sí hacen lo que se debe hacer. Es una especie de cierre y cuadratura de un círculo más que ensayado.

Esta conducta, corregida y ampliada, es la que han llevado a cabo --aunque no a término irreversible-- los diferentes presidentes de la Generalitat de Cataluña, excluyendo a Tarradellas.

El Estado español siempre incluyó a Cataluña en sus prioridades industrializadoras, sin querer reparar en que tal diferenciación estaba alimentando un particularismo que, tras la revolución de 1868, desembocó en un republicanismo, extendido por toda España, inspirado en las doctrinas de Pi i Margall que planteó la destrucción del Estado centralista proponiendo una organización gubernamental basada en la reconstrucción de las antiguas regiones históricas. El golpe del general Pavía y la Restauración pusieron fin a los republicanismos federales. Tras esta crisis, apareció el catalanismo como acentuación de la reivindicación «particularista catalana». La burguesía apoyó este movimiento que, dirigido por Mañé i Flaquer, tuvo su altavoz en el Diario de Barcelona y las colecciones de artículos El Catalanismo en 1878 y El Regionalismo en 1887, que propugnaba una «distinción regionalista» historicista, conservadora y católica.

Estos son los antecedentes que, con el paso del tiempo, han permitido, dentro del más serio desorden de otorgamientos privilegiados, que Cataluña haya tomado unos derroteros independentistas que van mucho más allá de lo ya suficientemente conseguido con su actual autogobierno, uno de los más permisivos y «federalizados» del mundo; pero nunca lo considerarán bastante. La mitad de Cataluña, con más fuerza que la otra mitad, sigue inmersa en la fórmula desgajadora del Estado español, convencida de un criterio, a todas luces despótico, que niega cualquier solución que modifique su férreo pensamiento separatista.

Hoy, ya pasadas las elecciones del 21-D, el panorama no difiere mucho del que dio lugar a la aplicación, in extremis, del artículo 155 de la Constitución española. La sociedad catalana sigue dividida. El «hoy paciencia, mañana independencia» que proclamara el «deshonorable» Pujol sigue vigente, aunque para maquillar la frase adecuadamente esté impregnada, con hipocresía, de ideas, actitudes, aserciones éticas y comportamientos que den a entender o presupongan una estabilidad que significa, para el observador crítico, una inestabilidad manifiesta, latente y calculada. De momento, y para caldear el cotarro, el huido Puigdemont ya habla de «derrota» del Estado español.

Cuando Alfonso Guerra, ejerciendo de presidente de la Comisión Constitucional, se percató de que «los nacionalistas dijeron en 1978 que tenían suficiente. Fuimos ingenuos» y cuando Heribert Barrera, por aquel entonces líder de Ezquerra Republicana, decía «si para que Cataluña vaya bien España ha de ir mal, pues que vaya mal» no hacían más que certificar, casi cuarenta años antes, lo que hoy está ocurriendo en Cataluña y, como consecuencia, en España.

Entre la ingenuidad candorosa del PSOE, las dádivas autonómicas que les proporcionó el PP en el Pacto del Majestic y la malignidad de los catalanistas independentistas, se tejió «el Cuerpo de Inspección que planificó la correcta vigilancia en la cumplimentación de la normativa sobre la catalanización de la enseñanza». Semilla que ha germinado en el «fruto» que el pasado día 21 «cayó» de las urnas y que hoy mal y amargamente «saborea» la mayoría de la sociedad española.

* Gerente de empresa