El horror es que un hombre descubra que ha dejado a su hija de un año encerrada en el coche. El horror es recibir una llamada de su mujer a las tres de la tarde, cuando ella ha ido a recogerla a la guardería y le han asegurado que nadie ha llevado al bebé esa mañana ni nadie ha ido luego a recogerlo. El horror es reconocer el número de su mujer en la pantalla del móvil y que la mañana tiemble en su retina como una exhalación, como un turbio relámpago de horas que de pronto lo pone en perspectiva, que lo hace revisar todas las conversaciones telefónicas que casi no han parado, que empezaron con una, cuando él estaba aún dentro del coche, y aparcó, salió, cerró la puerta y se marchó dejando a su hija dentro. El horror es escuchar palabras como parada cardiorrespiratoria y ambulancia, el horror es morir porque la vida acaba en ese instante, aunque todavía quede por delante una eternidad. El padre ha comentado, todavía en shock, que esa llamada telefónica lo despistó, que olvidó que dejaba a su pequeña dentro. Este segundo, estos diez segundos, este primer minuto en que este hombre se alejó de su coche y continuó hablando por teléfono ha sido el instante decisivo de una vida arrasada: no solo la de su hija, sino también la de la madre y él mismo. Ante una situación así, salvo que medien otras circunstancias que desconocemos, es difícil no sentir compasión por todos ellos, por la espiral de horror, por la dureza máxima en la escena, los interrogantes, la angustia y las respuestas. Los enfermeros no lograron reanimarla. Uno se pregunta, ante el dolor, en la herida infinita de esta gente, qué tipo de vida estamos arrastrando, qué tipo voraz de prisa y paranoia, de asfixia en el segundo, del whatsapp, de la llamada, la urgencia por llegar a ningún sitio. El trabajo que cuesta trabajar y ser madre, trabajar y ser padre, atender cada frente, y todo para perpetuar la lacerante explotación laboral que hoy se padece y que tu hija se te quede atrás.

* Escritor