L os cristianos de todos los tiempos se han sentido atraídos por la escena llamada tradicionalmente «la transfiguración del Señor», que tiene como escenario el monte Tabor. Todo sucede durante la oración de Jesús: «Mientras oraba cambió el aspecto de su rostro». Jesús, recogido profundamente, acoge la presencia de su Padre, y su rostro cambia. Los discípulos que le acompañan perciben algo de su identidad más profunda y escondida. Algo que no pueden captar en la vida ordinaria de cada día. Pedro solo sabe que allí se está muy bien, y que esa experiencia no debería terminar nunca. Los discípulos se ven envueltos en una nube. Se asustan, pues todo aquello les sobrepasa. Sin embargo, de aquella nube sale una voz: «Este es mi Hijo elegido, escuchadlo». La escucha ha de ser la primera actitud de los discípulos. Hoy, segundo domingo de cuaresma, proclamamos en la lectura del evangelio la escena de la «transfiguración», que contiene cuatro hermosas lecciones intensamente teológicas: primera, el anuncio de la muerte que le esperaba a Jesús; segunda, la promesa de su glorificación; tercera, la afirmación de la presencia de Dios mediante el símbolo de la nube en estos acontecimientos; cuarta, la expresión clara y firme de Dios, que nos habla en Jesús y solamente en Jesús. Son los cuatro pilares sobre los que se sostiene el eje de la teología cristiana. Sumergidos en el ambiente cuaresmal, dedicando tiempo al silencio interior y a la reflexión personal, los creyentes cristianos debemos alzar nuestra mirada para contemplar el final de la historia: la glorificación de Jesús, en el acontecimiento central de la resurrección. Un día le preguntaron a Kafka: «¿Y Cristo?». Kafka bajó la cabeza y contestó: «Es un abismo lleno de luz. Hay que cerrar los ojos para no despeñarse». No sabemos si el escritor de Praga pensaba en la escena del Tabor cuando daba esa respuesta, pero parece estar describiendo precisamente la Transfiguración. Los cristianos de hoy necesitamos urgentemente «interiorizar» nuestra religión si queremos reavivar nuestra fe. Necesitamos escuchar a Jesús vivo en lo más íntimo de nuestro ser, dejando que sus palabras desciendan de nuestras cabezas a nuestro corazón. Todos necesitamos en nuestra vida una «experiencia de fe, viva y personal, de Dios». Necesitamos buscar en nuestra vida esas pequeñas o grandes manifestaciones del Dios que se nos ha manifestado en Jesús, del que surge la respuesta de la fe. Uno de los prefacios de cuaresma afirma que en esta época del año debemos dedicarnos especialmente a «la alabanza divina y al amor fraterno», caminos de conversión. Necesitamos estar cerca de esa experiencia personal de Dios que nos empuje en nuestro camino de conversión. La experiencia personal de Jesús no es destructora para el hombre. Nuestra lucha de cada día es intentar probar que ese Jesús a quien intentamos escuchar, hoy «camina en nosotros a través del mundo». El camino de Jesús es el de ser, al mismo tiempo, ciudadanos del cielo y de la tierra; el de experimentar, al mismo tiempo, el calor reconfortante de la cercanía de Dios y las exigencias de ese mismo Dios que no nos destruyen sino que transforman «nuestra condición humilde, según el modelo de nuestra condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo».

* Sacerdote y periodista