La pandemia y la economía son, hoy, las dos grandes tragedias que amenazan a la sociedad de nuestro tiempo. La pandemia porque resulta imparable, a la vista de las cifras de contagios y muertes. El virus pone al descubierto las carencias de nuestro sistema actual: desde la soledad de los ancianos y la organización de las residencias; las condiciones inhumanas en que se encuentran los temporeros e inmigrantes; la realidad de la prostitución, los barrios de nuestras ciudades... hasta el modo en que se divierten los jóvenes, la crisis de la democracia representativa, los límites que encontramos en el Estado de las autonomías, la dificultad en las familias y en los trabajos. Y como consecuencia, la economía que nos despeña poco a poco en ese túnel de tinieblas que ha señalado Kent Follet, en su última novela, Las tinieblas y el alba , donde intenta conjugar dos horizontes que la historia ha de ir enlazando y entrelazando en el caminar de la humanidad. En sus declaraciones con motivo de la presentación de su nueva obra, Follet se ha mostrado más bien pesimista: «Espero que no estemos yendo hacia la oscuridad, pero veo indicios de que puede ser así. Vivimos en una época en la que la voluntad de los ciudadanos es más importante que cualquier otra cosa. Cuando a la gente corriente le preocupa algo, entonces hay un cambio». Pero el problema está cuando la gente corriente ha sido anestesiada, manipulada, engañada, o lo que es peor, eliminada del escenario que le corresponde para hablar y para actuar. Y cuando más aprieta la soga de gravísimas preocupaciones, se nos lanzan dos dardos envenenados, la ley de Memoria Democrática y una ley de eutanasia. Comienzan a formularse en estos días tres preguntas directas: «¿Qué le pasa a España? ¿Qué le pasa a Europa? ¿Por qué el papa Francisco ha pedido con urgencia y ha colocado como uno de sus sueños «una Europa rejuvenecida y solidaria»? La respuesta podemos encontrarla en lo que escribiera hace ya varios años el entonces cardenal Ratzinger: «En Europa estamos regresando hacia una forma de «neopaganismo» que conlleva una de las características del paganismo antiguo: la insensibilidad. Fue el cristianismo el que enseñó a compadecer y a considerar a nuestro «próximo», al «otro» que sufre. Ahora, en nuestro viejo continente, cada vez menos cristiano, se ven y se leen reacciones de líderes llamados cristianos y también de otras personas, caracterizadas por esta «insensibilidad». Las palabras del teólogo Ratzinger retumban de nuevo en nuestro tiempo. Casi sin darnos cuenta, la vulnerabilidad global ha invadido el planeta, nos ha confinado y nos ha regalado ese tiempo necesario para reflexionar sobre cómo queremos vivir individualmente y en sociedad. Ahora es el tiempo de la oportunidad, de atravesar el miedo, de aprender creativamente a vivir de otra manera y de preguntarnos en profundidad: «¿Cómo hemos de ofrecer el amor de Dios, los creyentes de esta hora, en esta situación que nos ha tocado vivir?». Porque el «neopaganismo» va entrando sin llamar a la puerta, eliminando a Dios y los valores de su reino, y sustituyéndolos por los «hombres y mujeres dioses». Ante sus leyes y actuaciones, ya sabemos perfectamente «cómo se las gastan». Nuestros esquemas sociales han cambiado y debemos dar paso a la creatividad y a las propuestas constructivas.