Me permito hacer uso del título de la primera novela de la Trilogía Millennium de Stieg Larsson pero versionándola: de Los hombres que no amaban a las mujeres, lo paso al presente de Los hombres que no aman a las mujeres.

Y es que en este mes de marzo, mes de las mujeres, no puedo por menos que hacerme algunas reflexiones, y transmitirlas de la mejor manera posible, sobre los hombres que no aman a las mujeres.

Para eso les propongo un juego basado en una sucesión de adjetivos más o menos definitorios. Empiezo yo.

Conozco a mujeres inteligentes, creativas, alegres, intuitivas, comprometidas, amables... Conozco a hombres inteligentes, creativos, alegres, intuitivos, comprometidos, amables...

Pero nuestra sociedad demasiadas veces se nos presenta torpe, absurda, repetitiva, tristona. Este es el juego, saber que nos reconocemos en definiciones que nos halagan de manera personal pero que difícilmente son representativas de la colectividad. No nos reconocemos en el conjunto. ¿Cómo era eso de que el infierno son los otros?

Creo que así ocurre con los hombres que no aman a las mujeres. Porque entiendo que los varones, educados para ser señores del mundo, viven el amor con los dogmatismos que han asumido, un rol en el que operan con comodidad, además de responder fielmente a lo que se espera de ellos.

Sin embargo, es muy fácil comprobar que a los hombres que así piensan, este credo de vida machista y esta forma de relacionarse con las mujeres, les crea inseguridad y desesperanza más un exceso de responsabilidad social y de miedo a amar con verdad y con generosidad. Y convendrán conmigo en que un amor que no consigue complicidad con la persona que se ama no es amor.

Hasta aquí hemos llegado. Ahora me atrevo a preguntar e inquirir a esos hombres que no aman a las mujeres si no sienten añoranza, si no echan de menos una vida más plena, si no se han planteado que un hombre feminista, un hombre que ama a las mujeres es un hombre mucho más feliz, vive más ilusionado, lejos de la soledad, de la incomunicación.

Los hombres que no aman a las mujeres se pierden tanto... Son hombres fracasados, sin historia, sin emociones, sin hallazgos. Son hombres vencidos.

Y son estos mismos hombres, los que hacen a las mujeres infelices, desengañadas de la vida, en soledad permanente, incomunicadas. Mujeres desgraciadas.

Así los veo y lo comprobamos constantemente. Así lo constato.

Y a ellos me dirijo, jóvenes y mayores.

Atrévanse a pensar e incluso a verbalizar públicamente «soy un hombre feminista porque soy un hombre feliz, porque soy un hombre que ama a las mujeres».

Sería grandioso que se unieran a la revolución violeta, que ganaran libertad abandonando la parodia, la pantomima de un machismo trágico, de una vida desdichada y amarga. Sería grandioso que se liberaran de la carga del «machito» prepotente. Sería grandioso que orgullosos y sin complejos gritasen cuánto aman a las mujeres, cuánto las respetan, cuánto las valoran. Tendríamos una sociedad grandiosa sin ese patriarcado paternalista y prepotente, ridículo y penoso, que hace tanto daño y que es tan cruel para muchas mujeres sometidas. Sería grandioso que las mujeres amadas viviesen sin miedo, gozaran de su independencia, amasen a los hombres con generosidad y en igualdad.

Sabemos como dice el tango Cambalache, «Que el mundo fue y será / una porquería, ya lo sé / en el quinientos seis / y en el dos mil también...».

Sabemos que en la vida hay amor y desamor. Pero también sabemos que otro mundo es posible. Que la vida con su misterio hay que derrocharla, mujeres y hombres. Que el movimiento feminista es un prodigio de la evolución humana, una conquista necesaria de la que toman parte las mujeres y los hombres más capaces. Que el movimiento feminista está en camino ya de manera indestructible para que todos y todas seamos mucho más felices.

Mientras llega del todo, mientras aún haya mujeres víctimas de hombres que no las aman, les propongo no dejar de tararear «Je vois la vie en rose».

«¿Qué pretendes al escribir?», -me preguntó. «Emocionar» -le contesté. «Porque solo con la emoción se aprende».

Eso he pretendido en este artículo: emocionar para espolear nuestro instinto de supervivencia humana para no decepcionarnos como especie, para no resignarnos a no ser felices.

* Docente jubilada