Vuelve Pedro Sánchez, vuelve el hombre que no siempre estuvo allí. Porque, aunque ahora nos parezca imposible, hubo un mundo sin Sánchez. Un escenario adusto en que los hombres cambiaban sus principios después de años galopando el poder, porque había que dejar el marxismo en las alforjas del relato interior para construir una palabra cargada de futuro. Un planeta raro de nuestro pensamiento político en que un presidente podía pasar de exigir la máxima dureza castellana contra los nacionalismos pirenaicos a leer poesía en catalán en la intimidad. Ese mundo. Cuando la realidad te pasaba por encima con sus planteamientos efectivos. Ahora la política es un golpe de tuit y los principios lucen su fecha de caducidad de horas, y lo hemos aceptado. Tenemos un presidente que se desveló hace tiempo como un virtuoso no del plagio, que eso es pensar mal y no estar a la última de la tardopostmodernidad, sino de la apropiación cultural; y con un ribete abstracto con fondo surrealista, porque el mamotreto en cuestión resulta, sobre todo, menos plagiario que ilegible. Pero no pasa nada, porque todo esto ya no es importante. Hace mucho tiempo, en otra edad que entonces no parecía de plata, Alfredo Pérez Rubalcaba, que también tenía su armario en claroscuro, porque estuvo en esa brega, afirmó que los españoles merecíamos un presidente del Gobierno que no nos mintiera. Ahora nuestra memoria es anfibia o tenemos lo que nos merecemos. Si lo primero en perderse es la poesía de vivir, lo último es la vida. Sánchez vuelve con fuerza, es lo más llameante de este nuevo Gobierno porque él acaba siendo el único personaje inescrutable, y es quien hace posible su propio ascenso y su metamorfosis, que al final es lo mismo. Es un camaleón que ha leído bien a Maquiavelo, seguramente al estilo de Ballard: o sea, sin leerlo. Mientras otros se dan a la llorera de una coreografía sin música, Sánchez es el hombre que diluye en su océano de vicepresidencias todas las mareas.

* Escritor