Se pierde más con la forma que con el fondo de las cuestiones. Venimos observando que lo que en principio parecía substancial se convierte en accesorio, y viceversa. No sé si esto es una especie de solipsismo asociado a la edad, la mía, y que no tengo ni razón ni remedio, pero alarma ver cuánta torpeza e ineptitud nos rodea». Son palabras --que suscribo plenamente por lo que tienen de masa crítica y carga moral-- escritas en 2011 por Rafael Martínez Sierra, catedrático jubilado de la Universidad de Córdoba, donde ejerció durante muchos años la docencia universitaria, y entre otros cargos llegó a ser decano de la Facultad de Medicina. Dejó en ella un recuerdo tan imborrable como la impronta de amargura, incomprensión y desafecto que se llevó a cuestas. Ha dedicado, pues, toda su vida a la enseñanza y la práctica de la medicina, con un protagonismo importante en temas de gestión y política universitaria. Innovador, comprometido, profundamente culto, agudo y crítico como solo pueden serlo las mentes dotadas de una especial inteligencia, observador burlón, utópico, bohemio, libre..., lleva adelante sus más de ocho décadas animado por esa curiosidad incisiva que representa el motor más importante de toda existencia. Antiabortista convencido y militante, católico orgulloso de serlo, amante de la familia y de los valores humanos, músico, pintor, escultor, articulista, escritor, lector infatigable, investigador y maestro, recalcitrante quijote, utópico, ha sido siempre voz implicada y valiente, capaz de enfrentar sin ambages ni caretas, con la única fuerza de la palabra y de la ironía, los más temibles gigantes y molinos de viento: «la cultura más valorada está... en la honestidad y transparencia del funcionamiento de las instituciones públicas y, sin disculpa, en las responsables de generarla e irradiarla». ¿Cabe mayor quimera?

Muchas veces, inmerso en la vorágine cotidiana que presiden la estéril burocracia, el papeleo sin sentido, las urgencias de infarto y las prisas desaforadas, añoro un trabajo que exija solo ocho horas y me deje libre el resto del día, incluidos los fines de semana, para leer, pasear, reflexionar, ir al cine, disfrutar sosegadamente de la familia y los amigos, o no hacer nada, como todo el mundo. La Universidad actual es sima de arenas movedizas capaz de deglutirte de manera silente a nada que te dejes; pero también constituye uno de los trabajos más hermosos que puedan existir, y esto es así por muchos motivos, entre los que destaco ahora dos: la posibilidad de proyectarse en alumnos y discípulos contribuyendo a sembrar en ellos un método de trabajo y una determinada actitud ante la vida (por desgracia, son muy pocos los que cuentan en su haber con tierra de suficiente calidad como para que germine la semilla), y la oportunidad de encontrar por el camino a personas excepcionales que se convierten en espejo en el que mirarse, en faro de luz poderosa, en hilo de Ariadna para avanzar sin miedo por el laberinto de la profesión y de la existencia. Yo he tenido la fortuna de conocer a varias, entre ellas este granadino afincado en Córdoba, de perfil nazarí serenado al abrigo de la Mezquita, que en la Florencia del Renacimiento habría destacado como un verdadero humanista: artista, chamán, pensador, esteta, moralista, sabio, modelo; un grande. Todo eso y más representa para mí este hombre, que sigue siendo referente para quienes creemos en un concepto generoso, crítico y profundamente vocacional de la universitas, en la entrega y la solvencia como normas de vida, en la ética y la inteligencia como timón cotidiano. Tengo la suerte de contar con su amistad, y disfruto aún hoy leyéndolo y releyéndolo. Últimamente se prodiga menos, porque la luz ha decidido regatear vida al azul oceánico de sus ojos, pero, créanme, acercarse a él es siempre un descubrimiento. Hoy, pensará tal vez que mal pinta la cosa cuando le empiezan a salir hagiógrafos, pero tampoco creo que le importe: «...yo ya llevo escrita mi carta para que ni el chapapote la emborrone ni la ola la borre de la arena, pues cuando se eleve hasta donde yo estoy cabalgaré sobre su infinitud a entregarle en mano estos poemas de amor y dolor a mi amada, que los espera». Lo hará, seguro, entre acordes teñidos de melancolía de su vieja guitarra. Maestro, quede a través de este modesto medio, testimonio cierto de mi rotunda admiración, de mi inconmovible afecto, y del honor verdaderamente extraordinario que supone haberte conocido y reencontrarte siempre en tus escritos. Ojala algún día llegue yo a alcanzar ese elíseo de inspiración, belleza y ataraxia que tú disfrutas desde hace tantos años.

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba