Es un hombre oscuro, envuelto en un abrigo, no gris, como diría Guruchaga, sino negro; tocado de vez en cuando de una boina, también negra y acompañado de una cartera de mano, por supuesto, negra. Tiene mustia la tez, el poco pelo que le queda, cano; los ojos velados de melancolía, y algo más abajo, unos labios de hastío. Todo en él es oscuro, hasta la mirada bajo las sombras de su frente.

En el rostro, una triste expresión que no es tristeza, sino algo más y menos: el vacío de su mundo en la oquedad de su cabeza. Conoce la vida y milagros de los de su olivar, aunque conocer, conocer... realmente no conoce a nadie. No obstante, de quienes no conoce, bosteza banales dicterios compensadores de los propios fracasos medicinales, que no punitivos, aunque, que yo sepa, nunca ejerció la medicina.

Al cielo teme; alguna vez suspira. Al cielo mira con ojo inquieto. A los mortales, de vez en cuando, también mira, si cree que no le ven. Nunca de frente, sino girando los ojos hasta las comisuras de los párpados, y si es preciso, escondiendo su pelada azotea bajo su sobaco. Por lo demás, huraño, siniestro, taimado, taciturno, hipocondríaco, aburrido, sabiondo, ampuloso, abacial, ceremonioso, amigo de elogios y dignidades, recojón. Tras cuarenta años colgado en la estructura, ha olvidado que existe la plementería. Quizá por eso ahora no puede evitar la lluvia, que nunca cae a gusto de todos, sobre todo si no son labradores.

Este hombre no es de hoy ni de mañana, sino de nunca, de la cepa hispana, de un mundo cerrado que pasó y no ha sido. No es un fruto maduro ni podrido; es una fruta vana con la cabeza cana. Es un verdadero hombre de ninguna parte, sentado en su tierra de ninguna parte, haciendo planes de ninguna parte para nadie. No tiene un punto de vista, no sabe adónde va, no sabe lo que se pierde, aunque cree que el mundo sigue bajo su mando. Es tan ciego como se puede ser, viendo solo lo que quiere ver.

No te preocupes, hombre de ninguna parte, tómate un tiempo, no tengas prisa, no maquines tanto, deja que otro te eche una mano. La cigüeña no tornará al campanario salvo que cambie el campanario, pues el mundo no está para esos campanarios ni para esas campanas; ni para esas colinas en las que permaneces perfectamente inmóvil, donde nadie quiere conocerte. El mundo gira alrededor de tu cabeza nubosa desde la que ves ponerse el sol. Sí, ya sabemos que en este mundo hay mucho ser imperfecto, pero eso es lo que hay. Qué le vamos a hacer.

Del enemigo, el consejo. Te propongo que te imagines a tí mismo en un barco sobre un río con mandarinas y cielos de mermelada, una chica con ojos de caleidoscopio, flores de celofán amarillo y verde destacando sobre tu cabeza, caballitos de madera comiendo malvaviscos, el portero de tu casa, de plastilina, y que llevas una corbata de espejo de cristal. No es necesario tomar LSD para ello. Basta ver el mundo, que no es de colores, pero sí de color, como los pájaros, que además de urracas y cuervos, los hay de otras especies.

La autocrítica, esa especie tan poco conocida y tan necesaria. La matriz DAFO, tan útil para quien desea tener un mínimo de objetividad en cuanto a sí mismo y en cuanto a su entorno. Aquel consejo de Ángel Gabilondo, ministro de Zapatero (“donde no hay evaluación, hay devaluación”). Los refranes populares identificadores de las rectificaciones y las sabidurías...¿es que esto no te dice nada? ¿No te has preguntado nunca que cuando repeles, es posible que no sea porque los demás son gilipollas, sino porque hay algo en tí que no les parece excesivamente atrayente? Te pareces a aquella abuela en la jura de bandera de su nieto: «Fíjáos, todos llevan el paso cambiado menos mi niño».

* Arquitecto