Veranear e ilusionarse son dos verbos que se inventaron para el Hola. Leo la revista en estos días azules, cerca del mar, azotado suavemente por la brisa, con el glande escocido por culpa de la redecilla del bañador, con los hombros calientes como un Volvo aparcado en un descampado, con las risas fofas de un grupo de adolescentes a mi lado, con mis hijos y su arquitectura de arena sobre mi espalda. Terelu Campos ha renunciado al amor. «Ya no habrá más hombres en mi vida», dice en estas páginas. Suena tajante y creíble. Que ya no se ve volviendo a las citas románticas, al cruce de wasaps, metida en ese juego afectado y lánguido que es la seducción adulta.

La entiendo. Hay pocas cosas más aterradoras que una cita, que «volver al mercado», como dicen mis amigos divorciados. La decepción es un estado del alma y un signo de madurez. Despachar a alguien que no te ha entrado por el ojo es un derecho inalienable. Desaliño, chistes a destiempo, hijos sí, hijos no, gatos sí, gatos depende, lejanía, una libido invasiva, pacatería o simple tedio… hay un montón de motivos para abatir a Cupido.

Terelu, amiga, siempre a tu lado. Precioso tu nuevo piso. Ya somos dos los que preferimos el alquiler a hipotecarnos. Levanto la vista de la revista. Opto, desde mi toalla, por mirar a la gente. Paso así los minutos. Siempre digo que es deformación de escritor, pero en realidad es que soy un trotaconventos de primera. La vida es un Hola interminable. Las parejas se quieren de forma extraña. A veces leen juntas. Otras se refriegan crema con desgana. Hay algún beso fugaz, de comisura, como en una despedida. O un tímido magreo en las tumbonas. También hay gente sola, mirando el infinito con gafas de sol. Padres e hijos. Abuelas desaforadas. Parejas de señoras caminando con nervio. Qué laberintos en sus cabezas, qué renuncias o pasiones vivas.

Qué amores esconde toda esta gente como cofres de pirata. Entre las olas se abrazan dos jóvenes, buscando refugio entre la espuma. Estos sí lo están dando todo. Brindo por su amor, que quizá surgió anoche, en una de las discotecas del puerto, donde alemanes encendidos apuraban sus cervezas templadas. Ojalá sonase el Saturday Night de Whigfield. Tambores de guerra. Himno del desasosiego. Y más ahora que no puede bailarse. Que suena así, festivo y triste, con la pista de baile llena de mesas altas, donde clientes achispados hacen equilibrios sobre los taburetes, como gallinas en un palo. Y siguen el ritmo con los pies enchancletados. E imaginan la coreografía en sus cabezas. Y el deseo es sólo un invento chillón y frágil. Artificial y plástico, de difícil encaje, como un juguete del Híper Asia.

Las gaviotas, aves corrupias, me sacan del cotilleo. Su graznido araña el horizonte verde y gris. El amor es un deporte exigido. Hace falta vocación y algo de suerte para recuperarse de cada revolcón, cada latigazo, cada tentación, cada duda. Son un misterio las parejas. Me contagian su felicidad, pero también su melancolía. Volvemos juntos de la playa por el paseo marítimo un puñado de matrimonios como en una procesión de colorines. Con las sombrillas al hombro, con las sillas metálicas en la mano, arrastrando las sandalias, sacudiéndonos como podemos la arena. Ahí está el motor del mundo. En estas camas de apartamento nos perpetuamos. El corazón es una jungla habitada por fieras desconocidas. Meto el Hola en la bolsa de tela. «Terelu renuncia al amor», le digo a María. «Esas cosas no se eligen», me dice ella. «Para amar hay que querer amar», insisto. Me lleva la contraria con la mirada. No voy a bajarme de este burro, pienso, mientras imagino a Terelu dormida en el sofá, con la televisión encendida, en una siesta luminosa, con un Nestea aguándose en el vaso, con su perra arremolinada en sus pies.

Terelu, como cualquiera de nosotros. Terelu, de vuelta de todo. Moderna Perséfone. Terelu atando una piedra a los tobillos del amor. Terelu soñando con los días que vendrán, Terelu soñando con los días que se fueron. Terelu encontrando, como tantos otros, alivio en las ausencias.