Llueve..., detrás de los cristales, llueve y llueve; y esa lluvia persistente que acaba enseñoreándose del ambiente con su manto gelatinoso e irreductible de monotonía y humedad, no por más deseada incita menos a esa cierta melancolía que, contagiado sin quererlo del frío exterior, enfrenta de pronto a nuestro espíritu con la larga lista de pérdidas y cicatrices que en último término es la vida, y nos hace perseguir aquella música o aquellas lecturas que, en vez de paliar tan particular estado de ánimo, contribuyen a reforzarlo hasta hacer de él un dulce veneno capaz de doler casi tanto como deleita. ¿Quién no se ha estremecido alguna vez escuchando por ejemplo «Aquellas pequeñas cosas», de J.M. Serrat, mientras caminaba ensimismado entre un manto ocre y mullido de hojas muertas, o echaba la vista atrás con la cara bien pegada a un cristal empañado de recuerdos, rostros y alientos que un día compartieron camino, soñaron y respiraron con nosotros? Como ladrones acechando detrás de la puerta, son días en los que inopinadamente y sin remedio se nos viene encima todo el cansancio existencial, y parecen faltar las fuerzas para tirar de impermeable y paraguas y echarse al mundo como quien va de conquista, con la cabeza alta y la capacidad intacta de convertir tales sensaciones en ese placer casi atávico de hogar y lumbre que nos produce la lectura de un libro, la conversación sosegada con un buen amigo, el abrazo incondicional de nuestra madre, un beso tierno, o la convicción íntima de que, en el fondo, somos unos privilegiados. Llueve..., y aunque la lluvia, por definición, riega los campos, repone los pantanos, limpia el aire, recorta con mayor nitidez los perfiles, purifica el ambiente, sana cuerpos y almas, no basta por sí sola para hacer desaparecer esa íntima convicción de que el mundo está podrido, el ser humano desquiciado, y quien más y quien menos al borde de un ataque de nervios, presa del pánico ante lo que se nos viene encima, convencida la mayoría de que al final serán los mismos quienes pagarán otra vez los platos rotos, de que se ha perdido el juicio, el sentido de Estado, la grandeza de espíritu y cualquier atisbo de generosidad o preocupación por el bien común, y poco más podemos hacer que resignarnos a nuestra perra suerte.

Llueve…, y afuera, las luces de la Navidad, cada vez más anticipadas y pretenciosas, le ponen reflejos irisados de fiesta y neón a miles de rostros presa del frenesí característico e invasor de estas fechas, como si en las tiendas regalaran las cosas, o echarse a la calle sirviera para camuflar eficazmente la tristeza cruel y traicionera de tanta pobre vida, tanto empleo precario, tanto sueldo tercermundista, tanta manipulación consumista y feroz de la que no terminamos de ser conscientes, tanto deseo de escapar a paraísos de papel couché y paquetes-oferta, o tanto número rojo en cuentas bancarias y tarjetas de crédito, ajenos sus dueños al hecho de que el precio por ello será comer sopa de sobre día sí día no, pagar intereses abusivos, contraer deudas capaces de sobrevivirles -en ocasiones, también a sus nietos-, y avanzar sumidos en la eterna frustración del quiero y no puedo, impotentes para entender que menos es más, que lo importante de verdad son las pequeñas cosas. Llueve…, y el ánimo encogido de quienes querrían verse a miles de kilómetros de un bullicio que les resulta completamente ajeno, se sienten extranjeros hasta el punto de añorar la placidez coyuntural del más remoto de los desiertos, o sueñan de manera recurrente con dormirse como por ensalmo el 1 de diciembre y no despertar hasta bien mediado enero, les hace refugiarse en casa bajo siete llaves, protegerse bajo toneladas de amianto para que el vacío y las ausencias no les aplasten, huir de las risas fatuas y las pretensiones estériles, víctimas en el fondo de su incapacidad para sumarse al estrépito general, en el que música y gritos rivalizan en tapar cualquier desafección interior. Llueve.., y la sensación de pensar diferente al resto, de remar contracorriente, de ir a la contra por no plegarse a las exigencias del mercado, a los disparates del capitalismo, a la tontería general o a los intentos reiterados del sistema por limar discordancias, no la diluyen ni el agua ni el viento, placer en cambio para aquellos que, ajenos a loterías y spots publicitarios, sones de villancicos, rumor de borracheras y crujir de turrones que vuelven a casa por Navidad, se esfuerzan en esquivar los derrotes de las dagas y las falsas y peligrosas alegrías familiares, y, al margen de cuñados, uvas, cava, papás noeles, reyes magos y otra fauna y flora fiestera más o menos insufrible, renacen con fuerza cada siete de enero como el sol invicto, convencidos de que, a pesar de todo, merece la pena seguir intentándolo; de que la primavera siempre llega, y con ella, de nuevo, la esperanza.

* Catedrático de Arqueología UCO