Como a la mayoría de profesionales de los que se espera aparecer impecablemente trajeados, la costumbre y la vanidad mal resuelta me están haciendo creer que el traje es lo más cómodo del mundo. Si tengo que salir a la calle, pongamos, un domingo por la tarde, elijo la ropa sin ningún criterio, rebajo y acabo pareciendo un muestrario de saldos. Me pasó la semana pasada, a la altura del Palacio de la Merced. Un señor mayor y diminuto, pelazo blanco recién peinado con agua y colonia, se cruzó de frente con el chico que iba delante de mí, al que sólo pude ver el dorso: dos metros, cien kilos, melena por la espalda, camiseta de tirantes y botas altas. El señor comenzó a cabecear con clara desaprobación antes de enfocarme, y al verme, ojos en blanco y censura silenciosa. Yo el pelo lo llevo por debajo de los hombros, y capté el mensaje de desesperación del hombre, agónico. «Qué os costará ir bien».Yo iba mal, la verdad.

Al ser por Diputación, el asunto me ha hecho gracia, porque mañana, día 11, empieza el XIV Festival Internacional de Juegos de Córdoba, montado por la Asociación Jugamos Tod@s, Cthulhu acoja en su seno. Tres días para presentar, probar, competir, desafiar y picarse, con pausa para pizza y reencuentro con los traidores que disolvieron tu grupo de rol (sin rencores), a los juegos de mesa, estrategia y guerra de esta temporada y las anteriores. Miren, no les voy a engañar: eso va a ser territorio friki. Somos muy hospitalarios-discutía recientemente con mi hermano que el epítome de la fantasía épica no es la mazmorra sino la taberna en la que se planea la aventura, con vino de Dorwinion capaz de tumbar a un elfo-, pero esos días no disimulamos. Puedo identificarles sin despeinarme diez tipos de melena al viento diferentes, según a lo que juegue cada uno, y creo que no me equivoco. No es lo mismo una cabeza afeitada de Brujah que una de aficionado al survival zombie. Esos tres días se sacan los sombreros, los chalecos, los abrigos de cuero hasta el suelo y los dados. Gens una sumus.

Una guía muy rápida. Si van, pueden retirar el juego que quieran, sentarse y usarlo. Algunos cuentan una historia, otros se basan en la interpretación y muchos son de estrategia. Los hay muy familiares, como el Finca, que ganó el premio hace unos años, y en el que se compite por el monopolio agrícola en Mallorca. Unos son muy serios y casi siempre se acaba devorado por un ser siniestro, como los basados en la obra de Lovecraft, y en otros se comandan ejércitos o pequeñas bandas, y aquí el chiste está en las miniaturas: seleccionar, montar primorosamente, pintar, sombrear y alinear, para que en el primer turno te la abata un francotirador porque sacar un tres o más era mucho pedir.

Debatíamos hace poco por qué, en estos juegos complejos, seguimos usando treinta dados polimórficos y una ecuación en vez de una app que haga la cuenta automáticamente y nos diga si algo pasa o no pasa. La respuesta es fácil: tirar un dado de veinte caras es fabulosamente divertido.

* Abogado