Esta semana, el presidente del Gobierno tiene previsto realizar un viaje que, más que afianzar, puede exorcizar el desaguisado de la exhumación --aún en fase de tentativa-- de los restos del dictador. Se trata de un periplo cargado de simbolismo. Se desplazará por el sur de Francia, la amarga frontera con esa España que ochenta años atrás se empecinó en demediarse.

Pedro Sánchez visitará Montauban. Esta recoleta ciudad bañada por el río Tarn acaso no alcance la plástica de la vecina Albi, la otrora villa referente de los cátaros y cuna de Toulouse-Lautrec. Montauban parte en desventaja con respecto a Albi porque, aunque en aquella nació uno de sus hijos más ilustres, Ingres no tendrá un museo a la altura de su calidad artística hasta bien entrada esta primavera. Y eso que Montauban también puede enseñorearse de haber sido uno de los refugios de las colecciones del Louvre para evitar el expolio de los nazis.

Pero Sánchez no visitará Montauban por su amor a la pintura, sino para insuflar nuevos bríos a la Memoria Histórica ante la tumba de Azaña. Manuel Azaña es la némesis del parte de Burgos, el contrapunto nostálgico que se carcomió por las esquirlas libertarias de una República flotante, zozobrada por esa inusual ebullición ideológica que fue el primer tercio del siglo XX. Azaña compartió con Roosevelt casi las mismas nanas del hambre. Y hasta parecía destinado a asemejar a Churchill en el empaque del sufrimiento. Pero una guerra civil no permite hermanar cohesiones. Y, como ocurre ahora, el más significado dirigente de la II República apostó por el frentismo, el denominador común de cruzados y masones para pisotear la concordia. Mejor está refrescar el búcaro floral de Azaña que patosamente darle alas a un potencial exhumado. Con todos sus pecados, y la penitencia de no haber hecho lo suficiente para evitar la confrontación, Azaña simboliza el tiempo perdido de una edad de plata cercenada por el exterminador ejercicio del orden, que no de la ley.

Pero el más entrañable momento de esta breve peregrinación acaso no se producirá en Montauban, sino en Colliure. En su cementerio, con salitre de mar y lágrimas de los vencidos, hay una sacra parcela reservada a uno de los insignes de nuestro santoral laico. La excusa de Pedro Sánchez son los 80 años de la muerte de Antonio Machado. El presidente no hizo las metonimias de Antonio de Burgos, entre La Habana y Cádiz, pero confundió Soria con Sevilla como lugar de nacimiento del gran poeta del 98. Obvió sus juegos infantiles en el limonar del Palacio de las Dueñas, hijo de un empleado del más Grande de los Grandes de España. Como expiación, Sánchez viaja a esa mixtura de los Campos de Castilla y la savia andaluza, taimada por la esencia de un hombre bueno que bordaba en sus versos otra manera de amar a España, lejos de esa grandilocuencia verborreica que vuelven a atizar los fantasmas de las banderías.

Machado es el patrón de los exiliados, cuyos restos casi enciman esta Tierra Prometida que no huele a leche y miel, sino a azahar y al incienso del recogimiento castellano. Los versos de Antonio Machado fueron los primeros que hicieron doblar la cerviz del franquismo; y no desde la rabia, sino desde la honestidad. Montauban y Colliure son otra Historia de Dos Ciudades. Frente a tanta vociferación pacata que nos empequeñece, en estos casos sí me siento afrancesado.

* Abogado