La niña en la portada de la revista Times frente a un gigantesco Donald Trump tiene dos años y es hondureña. Lo sé por mi amigo Dennis Ávila, poeta también hondureño de ancho corazón costarricense. Esa niña ha sido separada de su madre en la frontera con EEUU y después metida en una jaula. Llora y mira hacia lo alto, que en el montaje de Times es un presidente hierático, estatua de sí mismo, igual que un sol abrasador sin alma. Vivimos bajo esa insolación. Leo que el Gobierno de Trump se ha enfrentado a su mayor crisis al separar a estos padres y madres inmigrantes de sus hijos, tras cruzar la frontera con México. Leo que es mentira que exista una ley que obligue a arrancar a esos hijos de sus madres: se trata de la nueva medida del fiscal general, presentada en abril, como proa de las órdenes de Trump de «tolerancia cero» con los inmigrantes clandestinos. Si alguien entra ilegalmente en EEUU, para su Gobierno es un delincuente. Como tal le quitará sus hijos, que no podrán acompañarlo a la prisión. Hasta el 6 de junio, 2.033 niños han sido separados de sus padres por pasar la frontera. Es la Operación Streamline: un procesamiento criminal con juicios rápidos, grupales en algunas ocasiones. La diferencia con el Gobierno de Barack Obama es que entonces no se solía procesar a quienes entraban ilegalmente por primera vez y que, excepto en casos con graves antecedentes penales o tráfico de drogas, se mantenía unidas a las familias. Aunque hayan revocado la medida, el daño está hecho: ya hay 1.475 niños perdidos. Se presume que los familiares que los han acogido puedan ser también inmigrantes indocumentados, y por tanto no respondan, por temor a ser deportados, a las llamadas telefónicas de los servicios sociales. Pero nadie lo asegura. En cualquier caso, han sido separados de sus padres y siguen desaparecidos. He leído, sí, pero he tardado en oír. Porque estos días ha sido posible escuchar varias grabaciones de esos campos de reclusión, los llantos de los niños llamando a sus padres, mientras una voz masculina les mandaba callar, o soltaba comentarios sarcásticos ante el llanto de esos cientos de niños encerrados del tipo «Vaya, si tenemos aquí una orquesta». No voy a derramarme en adjetivos que no hacen falta: solo hay que imaginar la escena, niños pequeños, algunos prácticamente bebés de dos años, arrancados de los brazos de sus padres y metidos con otros niños en un habitáculo con rejas. Tardé, porque no quería oírlo, pero finalmente lo escuché. Y esto hay varias formas de enfocarlo. La analítica tradicional consistiría en alegar que EE.UU. es un país construido únicamente sobre dos pilares: el exterminio casi total de la Nación India y la inmigración. Como los propios bisabuelos de Trump. Pero eso es razonar. Y al escuchar las grabaciones me he acordado de cuando Alfonso Ussía salía en aquel programa llamado Este país necesita un repaso y, refiriéndose a los etarras en aquellos años, todavía de plomo, decía: «Lo que voy a decir ahora lo digo solo yo y libero de cualquier responsabilidad al programa. Esta gentuza y quienes los apoyan son unos auténticos hijos de puta». Luego Tip y Coll o Mingote, que también andaban por allí, trataban de calmarlo, aunque la frase quedaba en el aire. Pero ahora no hay que ofender a las meretrices: basta con decir hijos de Trump.

Sin embargo, es preciso salir de EEUU y lanzar un planteamiento global de la cuestión. Este miércoles el populista Viktor Orban y su partido, el ultraderechista Fidesz, con mayoría en el Parlamento húngaro, han aprobado un paquete de medidas que penaliza hasta con un año de cárcel a las personas o agrupaciones que ayuden a los inmigrantes irregulares, incluso si la colaboración consiste en asesorarles sobre cómo pedir asilo. Ni para darles un vaso de agua. Dos días antes, el lunes, el ministro de Interior de Italia, Matteo Salvini, de la también ultraderechista Liga Norte, proponía elaborar un censo de los italianos de etnia judía --perdón, gitana-- para tenerlos controlados y poder expulsar a los gitanos no nacidos en Italia; porque a los gitanos italianos, ha lamentado, «hay que quedárselos». Todo nuestro mundo es ahora una frontera, y todos influimos. Por eso quiero que sepas de lado de quién estás cuando dices algo como «Si quieren acogerlos, que lo hagan en sus casas». La solución a esta crisis no será el nazismo. Se requieren políticas globales y cambios interiores de actitud. Porque esos padres también somos nosotros, y esa misma niña es nuestra hija.

* Escritor