La tragedia no descansa en vacaciones, tampoco la maldad. Mujeres que siguen cayendo a manos de sus parejas en un siniestro goteo de sangre sin fin, o embarcaciones cargadas de inmigrantes que vagan desalentadas por los mares en espera de que se les abra las puertas de un dudoso paraíso. Y de pronto la muerte en forma de viaducto que se desploma sobre una autopista de Génova y se cobra, según el recuento provisional, 40 vidas que serán más cuando la terrible cuenta haya concluido, mientras, como siempre ocurre ante estos despropósitos en los que se mezcla la mala suerte con la negligencia, las autoridades se afanan en señalar a los culpables de un desastre que ellas mismas podrían haber evitado. Ese mismo día, martes negro del risueño agosto, la locura terrorista volvía a uno de los lugares de Londres más visitados por los turistas, el Westminster del Big Ben y el Parlamento, contra el que acabó empotrado un coche tras arrollar a un grupo de ciclistas que afortunadamente solo sufren heridas, aunque quizá la peor sea la inferida simbólicamente a la sede del poder legislativo británico, atacada por segunda vez en dieciocho meses.

Entre tanto desastre, ha pasado casi desapercibido un suceso conmovedor, como lo es todo lo que pone al descubierto la iniquidad de la que es capaz el ser humano. El pasado día 10 mataron en la Amazonia de Perú, donde había dejado lo mejor de sí durante casi cuarenta años, al jesuita onubense Carlos Riudavest, de 73 años. Su cadáver fue encontrado maniatado y con golpes en la cabeza por la cocinera del colegio que él dirigía en la selva. Se apunta como sospechoso a un exalumno del centro, perteneciente a la red educativa Fe y Alegría, una alianza internacional de escuelas de buena calidad para alumnos pobres o marginados. Al parecer, el supuesto homicida había sido expulsado por el sacerdote, al que desde entonces amenazaba. Pero en realidad el jesuita, al que sus superiores definen como un hombre «muy comprometido con su misión, en una zona difícil», podría haber sido víctima de cualquiera de los muchos jóvenes que conviven en la residencia, de sus familiares o del primero que pasara por allí, una zona agreste y llena de tensiones donde la vida pende de un hilo.

Es el riesgo al que se enfrentan a diario cientos de hombres y mujeres, religiosos o laicos, que hacen de su existencia una entrega generosa a los demás en tierras lejanas, desprovistas de todo y casi siempre hostiles, como bien sabe nuestro obispo cordobés de Bangassou, Juan José Aguirre. Según datos de la agencia Fides, órgano de información del Vaticano, un total de veintitrés misioneros católicos fueron asesinados en todo el mundo durante el año 2017: trece sacerdotes, un fraile, una monja y ocho seglares. Y hasta ofrece la agencia una lista de los continentes más peligrosos, que encabeza América, seguida de África y Asia.

Por todos ellos se extiende la entrega de estas personas hechas de una pasta especial, ajena a intereses y miedos. Valientes sin más recompensa que la de saberse útiles a los demás. Y si alguna vez les llega el reconocimiento es a título póstumo, como en el caso del hermano Pedro Manuel Salado, que vivió ocho años en el Hogar de Nazaret de la calle Osio de Córdoba hasta ser destinado al de Quinindé en Ecuador. Allí, en 2012, falleció tras el esfuerzo de salvar a siete niños de morir ahogados, por lo que la diócesis cordobesa acaba de abrirle causa de beatificación. Sí, el mal no descansa nunca, pero quedan héroes anónimos que lo combaten.